Las últimas horas del nivel 3 se celebran «como si no hubiera un mañana» en la terraza de un bar del Passeig de ses Fonts, en dos locales de la calle Bartomeu Vicent Ramon, en uno de Isidor Macabich y en otro de Can Bonet, comenta una vecina de Sant Antoni, María José, que al pasar delante de uno de ellos cree haberles oído tararear 'El baile' (Izal), especialmente la estrofa «24 horas nos quedan, ya importan menos las penas que antes nos dolían tanto. Y mientras la gente cuerda grita, llora, sufre y niega, a los locos nos verán bailando». Los clientes apuran los últimos tragos en plena calle, a sólo cuatro grados de temperatura, que ya son ganas, y acompañados de no convivientes, sino más bien de bebientes. Se les escucha ferpectamente desde lejos (pues el tránsito es mínimo) clamar contra el bicho.

Hay, no obstante, pocos bares abiertos antes de pasar al nivel 4, el de «riesgo extremo». Muchos bajaron la persiana una jornada antes, como un par de la calle Alicante, o están en ello a esas horas de la noche, como la dueña del Palau. La calle Soletat hace honor a su nombre: sólo se escucha el aire acondicionado de un negocio. Frente a dos locales de restauración, Made in Italy y Bonet, sendas barreras de madera protegen las terrazas improvisadas que disfrutaron hasta el martes y que ya son inútiles.

En el Cine Regio proyectan 'The Croods', cuyo subtítulo viene que ni pintado: 'Una nueva era'. «Seguimos por amor al arte», comenta Sergio Torres, de la familia propietaria, tras detallar cómo se constriñen una vez más sus bazas con las nuevas restricciones: «Sólo podremos tener dos sesiones, pues a las 20 horas hay que cerrar; el aforo se reduce al 30% y no podemos ni servir palomitas». Lo de las palomitas duele, a él y a los cinéfilos.

La esquina entre las calles Madrid y Vara de Rey era, hasta la pandemia, una de las más animadas del pueblo gracias a los seis bares y restaurantes que hay en una sola manzana. Pero se acabó la fiesta. Benítez ya se lo veía venir y su dueño cerró en diciembre. En Al Andalus colgaron un cartel: «Nos vemos en enero. Feliz Navidad». Va a ser que no. En el hostal Marí hay otro letrero similar: «Mantendremos cerrado hasta después de Navidad. A partir de enero volvemos para iniciar la temporada». El Gerret hace tiempo que tiró la toalla.

Muchos empresarios de la zona confiesan su desgaste. Están hartos de reinventarse cada vez que se decreta una nueva modalidad de restricción o esta especie de confinamiento light, que se diferencia del iniciado en marzo porque aún podemos salir de casa. Aún.

8 en vez de 3 en la manicura

En el Passeig de ses Fonts, el lunes taparon con papel la fachada de cristal de Mudita, y la Cantina ya ha apagado los cuatro calefactores que servían de reclamo para los frioleros. Hace tres semanas, su dueño, Joan Pantaleoni, mostraba con orgullo a este redactor la modélica reforma del Hotel Portmany, que podría inaugurarse hoy mismo porque incluso están colocadas las toallas, las sábanas y todos los enseres. Pero ahí está, a la espera de tiempos mejores. Unos valientes acaban de estrenar en ese paseo un restaurante italiano. Apenas ha funcionado unos días, y sólo su terraza. Ya sólo es take away.

A esas horas de la noche llama la atención lo lleno que está un negocio dedicado a la manicura: en la fachada, un cartel avisa de que el aforo es de tres personas, pero dentro hay ocho. Cuatro de ellos, los trabajadores, miran fijamente las uñas de las clientes.

Ya por la mañana y al caminar por el desolado pueblo, es inevitable recordar las andanzas del protagonista de 'La carretera' (la novela de Cormac McCarthy): «Se levantó con la primera luz gris (...) y caminó hasta la carretera y en cuclillas estudió la región que se extendía al sur. Árida, silenciosa, infame. (...) Bajó los prismáticos y se quitó la mascarilla de algodón que cubría su cara y se frotó la nariz con el dorso de la muñeca y luego miró otra vez». Hay calles en las que no se ve un alma en toda su extensión, de punta a punta. Sólo los pájaros, el barrendero, quienes pasean a sus perros y algún que otro vehículo (como los de los padres que llevan a sus hijos al colegio) rompen el silencio. Dos trabajadores se acercan a las 7.45 horas confiados al bar Ses Païsses (tiene el nombre del barrio en el que está), hasta que al verlo cerrado uno de ellos se echa las manos a la cabeza y suelta un 'me cago en tó, se me olvidó'. Y dan la vuelta.

En la calle Isidor Macabich se suceden las cafeterías cerradas. En La Guay avisan de que hasta marzo no les verán el pelo. Sólo Pollos Pando aguanta el nuevo confinamiento, local que cada mañana, incluso en nivel 3, estaba petado de clientes que mojaban el churro en café o en chocolate. Rosa, su dueña, advierte de que no se rinde: «Hay que aguantar lo que se pueda, no cabe otra». Desde ayer sirve las porras, el café, las tostadas y los bocatas en modo take a away, que es lo moderno. Rosa espera que no le fallen sus clientes de siempre.

La sucesión de negocios cerrados o en alquiler en Sant Antoni, como en Vila, da una idea del alcance de esta crisis, que lo está arrasando todo, sobre todo los bares. Y a falta de ese entretenimiento tan latino como es poder alternar en un café, hay quienes se dedican a dar vueltas y vueltas con su coche por el pueblo, o a 'apatrullar' con un puro en la boca las calles de Vila. Porque las continuas restricciones alteran el modo de vida de muchas personas, como la de un vecino de ses Païsses que se pasa las horas dentro de su vehículo, aparcado a las puertas de su casa, leyendo el periódico o escuchando la radio mientras mira a Poniente.

Difícil trago para los cafeteros

Difícil trago para los cafeteros

En Sant Antoni, las cortinas de Es Clot están bajadas; El Ventall cierra hasta marzo, la tapería California, qué cosas, iba a abrir «después de Reyes»€ El panorama es desolador, deprimente.

Para cafeteros como Jim Holden, el protagonista de 'The Expanse' adicto al solo, llegan tiempos difíciles, como los que pasó de servicio en la nave descafeinada 'Canterbury'. Pero aún se pueden permitir alguna alegría, como la que el astronauta que se conoce al dedillo el cinturón de asteroides tiene al descubrir los nutridos surtidos de café de la nave 'Rocinante'. Porque algunos locales no se rinden y desde ayer se pasan al «para llevar», como Urban, en Sant Antoni: sirve desde cafés a desayunos, tapas, bocatas y hamburguesas. Tres grandes carteles en la acera dan cuenta de esa reconversión, una más desde marzo. En Vila, Holden podría beber un «café bien caliente» y rico en Sa Nova Plaça, el único de los tres bares que sigue abierto de esa extensa terraza del Mercat Nou, antes rebosante de clientes (pues es otro de los puntos de encuentro matutinos de la ciudad) y ahora vacía. O en The Green Market, en sa Graduada, donde ayer había cola a las 10.30: bloqueada la entrada por siete mesas, sirven para llevar. Esa plaza, que antes bullía de gente, está mustia sin el Moreta, una cafetería de las de toda la vida, de esas en las que tanto beber un cortado como degustar un trozo de sus tartas sabe mejor si se acompaña de la lectura de este periódico o de un libro. «Tómate algo calentito», han pintado en otra pizarra (están de moda) de la pastelería Bonanza: a 1,5 euros con bescuit de Nadal.

El cercano pasaje del Metge Antoni Serra también era, hasta esta hecatombe viral, un delicioso espacio para disfrutar de la vida callejera de Vila. Allí, Es Tap Nou, que ha colocado 13 mesas en la entrada a modo de parapeto, entrega sus zumos para llevar. En este permanente renovarse o morir que supone elcontinuo baile de niveles restrictivos, hasta en un vecino comercio de ibéricos surten de cafeína (a un euro por vaso), y en el italiano Bistrot de es Pratet llevan el menú del día «a domicilio» si se llama a un móvil o si se envía un mensaje por Whatsapp.

El paseo de Vara de Rey es un páramo que ya tiene 18 locales cerrados, muchos en alquiler o «disponibles». La mayoría de sus transeúntes son trabajadores de las obras que hay en la zona, diez de los cuales comen el bocata de la mañana estirados en el suelo de la galería Alhambra, sin mascarillas, claro. Al lado, en la plaza del Parque, son una docena los comercios cerrados. Todos. Antaño bulliciosa, está tan vacía que hasta hay eco: «Tengo que minimizar gastos», se oye desde lejos a un empresario de la zona mientras habla por teléfono. Su voz, tras rebotar en una de las fachadas, rellena ese hueco espantoso de inactividad. En una bocacalle, el director de un banco acaba a hurtadillas un café y un croissant que acaba de comprar en otra pastelería-cafetería próxima reconvertida en take away: «Hay que adaptarse», se justifica.

Un hombre camina, con el bastón colgando del antebrazo y una boina en la cabeza, por Isidor Macabich. Flota en el aire el aroma y las partículas del habano que fuma, algo que está prohibido. No lleva mascarilla, como las decenas de personas que caminan por el paseo de Talamanca, que parece ser una zona free-covid, dado que cuesta más ver alguien con ella que sin ella y no se divisan policías. Casualmente, ay, el móvil dispara una foto y los seis que salen en ella carecen de tapabocas.