Nadie se quejó del menú, menos aún del trato que se le dispensó al llegar al comedor social de Cáritas, donde desde las 14 horas (30 minutos antes de lo previsto) del 31 de diciembre se ofreció a casi medio centenar de personas sin techo (en principio había 40 inscritos, pero dada la fecha y el buen carácter de los anfitriones se permitió que pasaran más) un menú para despedir el año compuesto por crema de verduras y torreznos, pescado en salsa y, de postre, turrón, pastel de limón y uvas.

La comida es suculenta, pero casi alimenta más (al menos el espíritu) el cariño con el que es agasajado cada comensal. La educadora social Esmeralda García y la monitora del centro de día Nuria Donoso acogen a todos por sus nombres: "Es que nos conocemos de todo el año. Somos su familia. Nos involucramos un montón con ellos y saben que este es un sitio seguro donde les acompañamos", explica García, que como Donoso se desvive por cada uno de los invitados.

Este año, a diferencia de 2019, no hay cena, sino comida de fin de año, pero no como consecuencia de la pandemia, sino debido a que desde comienzos de 2020 cambiaron el procedimiento: antes cubrían desayuno y la última comida del día, pero se percataron de que muchos de los usuarios cenaban dos veces porque Cruz Roja reparte alimentos y bocadillos de noche. Decidieron entonces cubrir el almuerzo de mediodía.

A lo largo del año han notado cómo el Covid ha incrementado exponencialmente la pobreza. Las cifras de estas navidades dan una idea de la profunda herida que el coronavirus está dejando a su paso en el tejido social ibicenco: de los 25 comensales que hubo el fin de año de 2019 se ha pasado en este a medio centenar. Y las 75 cenas que se repartieron la Nochevieja de hace 12 meses se han multiplicado en esta por más de cuatro, hasta las 325: "La lista de espera para el comedor social -comenta García- no dejó de aumentar hasta las Navidades. Ahora se ha calmado, quizás porque muchos se han ido ya de la isla". Atienden una media de cinco nuevos usuarios al día: "Hay muchos de clase media a los que la crisis ha desbordado. Sin trabajo, sin ERTE, acumulan facturas de agua o luz o alquiler sin pagar. Es una bola que les crece día a día". Y que acaba con muchos de ellos "en la calle, durmiendo en coches, de okupas, viviendo en almacenes...".

El comedor es sencillo. Situado en el primer piso de la sede de Cáritas en la calle Carlos III, nada más entrar, en el recibidor, hay cuatro sombreros payeses en los que hay escritas las palabras bienvenido, respeto, paz y amor. Es una declaración de intenciones de lo que les espera en el interior, decorado con un modesto árbol de Navidad, un pequeño belén, cuatro potos que cuelgan de la pared pintada de verde, cuatro enormes fotos, un Papa Noel, guirnaldas y bolas navideñas y un cartel que recuerda la clave del wifi. En las seis baldas de una estantería blanca de Ikea pueden escoger entre una treintena de libros (de 'La ciudad de los prodigios' de Eduardo Mendoza a 'El túnel' de Sábato) y juegos como el Pictionary, el Monopoly o el Trivial. En cada una de las ocho mesas (una por comensal, por motivos de seguridad contra el virus), cubiertas por un mantel verde, hay un bol lleno de rebanadas de pan, una jarra de agua y otra de aceite y un tronco decorado con motivos navideños.

Llama la atención cómo cada usuario, al acabar de comer, limpia escrupulosamente con su servilleta o con lo que tenga a mano el lugar donde estuvo sentado, sin que nadie se lo pida, quizás como señal de que, ante todo, mantiene su dignidad. También asombra su gratitud (a veces efusiva), tanto por el trato como por la comida. Gracias es la palabra que más se oye en ese modesto salón.

Además de García y Donoso, atienden cuatro voluntarios, como Carmen, que es la primera vez que colabora con Cáritas, si bien ya ha echado una mano como acompañante en una residencia de ancianos: "Dada la situación, no me apetecía celebrar nada hoy. Prefería estar y ayudar aquí". Hace una semana que la brasileña Susi acude allí todos los días. Es, comenta, su manera de sentirse útil y, de paso, combatir el bache que atraviesa: "Necesito salir de casa, nada mejor que ayudar aquí". Porque es en lugares como estos donde se percibe que nuestros problemas cotidianos son poca cosa en comparación con los de otros. Juan, empresario de informática, se ofrece cada Navidad desde hace siete años: "Es que soy un grinch de estas fiestas. Huyo de la abundancia y del jolgorio de estos días".

Evita así unas celebraciones que parecen desagradarle, mientras facilita que las disfruten los voluntarios que dan el callo durante todo el año. Recuerda haber vidido momentos "entrañables y simpáticos", como los shows que montaba una usuaria que había sido vedette. La británica Alexia, de profesión concierge, cree que "en estos tiempos tan difíciles es cuando hay que ayudar", comenta mientras sirve una crema de verdura en una mesa y suena 'Volare' en el comedor. Es voluntaria desde hace un mes. María José Roig se ofreció ayudar hace un año, pero el cupo ya estaba lleno. El jueves le llegó al fin la oportunidad de servir a otros.

No todos los sintecho apuntados para la última comida del año de Cáritas quieren sentarse en una de esas ocho mesas: "Muchos se sienten decaídos estos días, y eso que intentamos estar encima de ellos estas fechas. Prefieren estar solos", según García. Para esos casos rellenan bolsas (una veintena) con los tres tupper del menú, además de agua, barras de pan, naranjas y algún que otro regalito (bombones, turrón). Escoge esa opción Dominica, a la que cantan además el cumpleaños feliz (y abrazan con ternura) porque el 1 de enero cumple 59 años. Se emociona, claro, y lo agradece soltando decenas de besos al aire. Es de las pocas mujeres que pasan por ese comedor. Sólo hay tres apuntadas en la lista: "Media docena suele venir a desayunar, pero son escasas las que se atreven a acudir porque aquí hay un ambiente muy masculino", reconoce Esmeralda García mientras señala a los sentados, todos hombres. Porque haberlas, haylas: "Sabemos que hay muchas más sintecho en la calle, pero no se animan", añade. Con la pandemia, en Cáritas cerraron los talleres femeninos, en los que, entre otras cosas, trabajaban su "autoestima". La calle es dura para todos, pero para ellas, mucho más.

Entre los usuarios se encuentra José Manuel, peruano que lleva viviendo tres años en la isla "sin papeles". Desde que comenzó la pandemia trabaja "esporádicamente" en la construcción. Vive en un trastero en el campo, cerca de ses Figueretes. Está solo, como la mayoría. Mohamed tiene 70 años. Reside aquí desde 2005. También trabajó (hasta 2016) en el ladrillo. Durante un tiempo durmió dentro de un automóvil. Desde hace un par de meses, un padre y su hijo le acogen en su casa, donde le permiten "dormir sin tener que pagar". Javier, tocado con un gorro de lana, tiene sólo 34 años. Prefiere no contar cómo ha acabado en la calle, sin trabajo, solo. Dice que es la primera Navidad que recurre a los servicios que presta Cáritas.

Los hay que llegan al comedor con la casa a cuestas, literalmente. Es el caso del británico Craig, de 44 años, que porta un enorme macuto (de estilo militar, casi de su misma estatura), además de un saco de dormir y de una tienda de campaña. Tiene la tez roja de quienes se curten al sol del invierno. Lleva 16 años en la isla. Cáritas le ayudó al salir de la cárcel hace una década. La pandemia le dejó sin su trabajo de camarero en el West End de Sant Antoni, donde antes se podía pagar un apartamento. Ya no. Anoche, cuando cayeron continuos chaparrones, durmió en la calle.

Mientras atiende a un irlandés que traslada sus escasas pertenencias en una bolsa de rafia, la educadora social se fija en sus pantalones. Le pide que cuando acabe de comer no se vaya, que enseguida le trae unos nuevos. Los que lleva están muy sucios. Hay que cuidar su estima, su dignidad. Antes de marcharse, el irlandés limpia cuidadosamente su mesa y pulsa varias veces el desinfectante para untarse manos, incluso la cara, que se embadurna como si se la lavara.

Karin, de 24 años, y su compañero, ambos marroquíes, son recibidos con efusión al llegar al comedor. En su cara, radiante entonces, se dibujan rictus de rabia en cuanto habla de lo que es vivir en la calle. Lleva desde julio pateándola. Casi se congestiona al hablar de eso. Se queja de que la policía no les permite cobijarse en las entradas de comercios o bancos: "Nos echan de todos los lados. Allí no tenemos una cama, vale, pero al menos podemos echarnos en un suelo seco, a veces en una alfombra. Pero no nos dejan ni eso". Su actual vivienda es "una tienda de campaña en el monte". De noche rebusca en la basura comida y ropa: "Si encuentro una chaqueta o un jersey, luego puedo venderlos por un par de euros". Cuenta que tiene un hijo "nacido prematuro" que vive en Barcelona.

En ese comedor se obra, poco antes de cerrar, un prodigio, al que parecen acostumbradas García y Donoso: de repente, inesperadamente, llega una enorme olla llena de codillo a la leonesa, una donación de un restaurante. Se suma a los pasteles, a las bolsas y cajas de naranjas, al pan y al agua que, también prodigiosamente, llueven como maná al epicentro del combate contra la miseria.

A muchos de esos usuarios se les vuelve a ver al caer la tarde haciendo cola frente a la sede de la Cruz Roja o de la Llar de Eivissa para recoger un lote que contiene un menú solidario de Nochevieja elaborado por S'Olivera. Está compuesto de entremeses de ibéricos, queso ibicenco y ensalada payesa, suquet de rape y cigala, y greixonera con crema de flaó. Hay preparados un total de 325: 150 para repartir en la Cruz Roja, 150 en la Llar y 25 en Cáritas de Sant Antoni. La cita es a las 20 horas, pero muchos aguardan desde las 19.30 horas, una docena, por ejemplo, frente al hogar de la Tercera Edad del parque de la Paz.

Menús solidarios para decenas de sintecho y familias golpeadas por la crisis en Ibiza

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Allí, Carmen Tur, su presidenta, organiza los preparativos con el peculiar estilo de esta pequeña pero enérgica mujer: firmeza acompañada de copiosas dosis de sentido del humor payés. Como ejemplo que define su personalidad, las llamadas que realizó a cada una de las 40 personas que, pese a estar apuntadas, no acudieron en Nochebuena a recoger el paquete solidario que les correspondía: "Uno me dijo que se le había olvidado, otro que estaba en Londres, otro que a esas horas de la tarde le era imposible, otro que estaba confinado...", cuenta cabreada. Les cayó una buena bronca, al parecer. También telefoneó a cada uno ("uno por uno", sin excepción) de los que sí cumplieron para saber qué les había parecido el menú: "Todos me dijeron que fue excelente". Tras la experiencia de aquella noche, Tur aconsejó cambiar la bolsa de plástico por una de papel, más práctica, a su juicio, para introducir los tres tupper del menú.

Manu militari, Carmen Tur dirige sobre la marcha a los 12 colaboradores (cinco de ellos de la Associació de Voluntaris) para que, con la mayor rapidez, rellenen los 150 paquetes. Están listos en un periquete. Dispuestos sobre el suelo, ocupan una amplia superficie de la Llar. La comida llega a las 19.20 horas a bordo de una furgoneta de S'Olivera. Poco antes es entregada en la Cruz Roja, donde despachan dos voluntarias (en ambos casos, su primera experiencia en estas lides) y coordina Juanjo Roselló. En esa cola ya esperan algunos de los que, por la mañana, han asistido al comedor social de Cáritas.

Mientras en Cruz Roja entregan cada paquete fuera, en la puerta, en la Llar los reparten dentro, donde cotejan cada nombre en un listado oficial. Y no todos aparecen en él. Fallo del sistema que Tur zanja comparando esa lista con la de Nochebuena. A Licepth, una colombiana de 35 años, por momentos se le hace un nudo en la garganta porque su nombre no está incluido entre los beneficiados. Sudores fríos, porque están en juego la cena de su marido, albañil, y de sus tres hijos.

Ramona también padece durante un rato, pues no está inscrita ("pero si me han avisado", alega), hasta que la presidenta de la Llar da el visto bueno a que le entreguen tres menús, que la mujer, apurada, introduce en un carro de la compra. Como todos esa noche, sale de la Llar dando gracias a todo el que ve a su paso, tanto con la voz como con la mirada y con la sonrisa que, pese a la mascarilla, se presiente en su boca.