La frontera

Las playas de Vera (Almería), situadas cerca de Mojácar, parecen ahora Platja d'en Bossa en marzo. Pocas segundas residencias vacacionales están ocupadas y numerosos negocios siguen cerrados como durante el confinamiento. Apenas hay tráfico en las avenidas. Sobran los aparcamientos junto a los apartamentos turísticos Marina Rey, que, según el recepcionista, es el único alojamiento de la zona abierto. Al lado se encuentra el hotel México Vera, que en su web anuncia que este verano permanecerá cerrado. (Ver galería de imágenes)

Y aun así, la ocupación es escasa en el primer fin de semana de la nueva normalidad, en la que, al fin, se puede viajar por toda España: en los apartamentos sólo tienen 50 inquilinos, el 24% de sus plazas. Pero llegado el lunes se habrá esfumado el 80% y quedará prácticamente vacío. La mayoría de los clientes son almerienses, murcianos y madrileños que pasan allí el fin de semana. «Ni de lejos estamos como otros años. Y no hay ni un extranjero», indica el recepcionista.

Sin piscina por el ERTE

Sin piscina por el ERTE

Imposible bañarse en la piscina porque están a medio acabar las obras emprendidas en ella poco antes de que estallara la pandemia. La empresa encargada ha aplicado un expediente de regulación temporal de empleo (ERTE) que le impide disponer de todos los trabajadores y, en consecuencia, finiquitar la reforma. Van a paso de tortuga. El retraso, visto cómo está levantado el suelo, es considerable.

Como compensación (quizás por la cara de pesar del cliente, cocido con tanto calor y humedad), el responsable del alojamiento regala una plaza de aparcamiento vigilado en el interior del enorme edificio, cuyas larguísimas galerías vacías recuerdan el escenario de 'El resplandor'.

En la Garrucha ondea la bandera amarilla, en parte por las olas, pero también por una decisión política del Consistorio: «Debido a la especial situación generada por la crisis del Covid-19, la bandera mínima que ondeará siempre será la de color amarillo, para alertar a los bañistas de la especial precaución que deberán tomar con vistas a mantenerse seguros frente al Covid-19», advierte el Ayuntamiento en su página web.

Hay, no obstante, pocas probabilidades de que se produzcan ahogamientos dado que los bañistas son escasos. Hay tan pocos que decenas de gaviotas descansan plácidamente en la arena. Para entrar a la playa hay que pasar previamente por unos puestos de control diseminados por el paseo marítimo, en los que un controlador (donde no lo hay, las entradas están valladas) explica las medidas sanitarias que hay que adoptar y cómo comportarse, por ejemplo manteniendo una separación mínima. Uno de los tramos tiene capacidad para 1.206 personas, pero el vigilante prescinde de contar el número de quienes entran porque está claro que no se va a llenar, ni remotamente: «Todos son vecinos de aquí, no hay nadie de fuera», asegura.

Playa PP, playa PSOE

El chiringuito El Playazo está en tierra de nadie, en la frontera entre la Garrucha, gobernada por mayoría absoluta socialista (siete de 13 ediles), y Vera, donde el PP obtuvo 12 de los 17 escaños. Una gruesa cuerda blanca, colgada a lo ancho del arenal en varios palos, hace de frontera entre municipios y de una manera de concebir la nueva realidad: si en la Garrucha hay controles de acceso y los parques infantiles están cerrados, en Vera no han puesto puertas a las playas (su liberal lema es «actúa siempre bajo tu responsabilidad») y las cintas de policía de los parques están rotas o han desaparecido. Las dos españas frente a frente en esos siete kilómetros de playa anchísima.

Muchos de los restaurantes abiertos apenas tienen ocupadas el 10% de sus mesas. Otros, como la freiduría Rosado, tienen bastantes más clientes. Su responsable se queja de que la limitación del 50% del aforo les tiene económicamente contra las cuerdas: sólo pueden colocar 23 de sus 55 mesas. Les salva que vienen los clientes «de siempre», los de las poblaciones y ciudades cercanas y los que empiezan a regresar (a cuentagotas) a sus segundas residencias después de casi 100 días enclaustrados en sus grises urbes. El dueño los trata a cuerpo de rey, los mima, les dice que es feliz por poder volver a verlos: «Cuánto os hemos echado de menos», exclama de vez en cuando. En voz alta, para que le escuchen todos, repite una y otra vez, como una letanía, que tienen «muchas ganas de trabajar. ¡Marchando una de chipirones y otra de [pseudo] chanquetes!».

La larga espera final

En la nueva normalidad es complicado incluso desayunar churros en Lorca (Murcia), camino de Denia. Queda para otra visita probar los de Sabor de Cádiz, que dicen que son los mejores: «No se pueden ocupar aún las mesas. El próximo miércoles [1 de julio]. Ahora, sólo para llevar», advierte el camarero. Cosas del ERTE y de la falta de mano de obra. Cerca, en La Antigua, no hay ese problema.

En Jávea (Alicante) pasa como en Mojácar: nadie pasea por sus limpias, cuidadas y preciosas calles, su aparcamiento público (baratísimo) está casi vacío y no hay problemas para encontrar asiento en los bares y restaurantes, salvo en uno en el que la separación obligatoria de mesas ha reducido al mínimo su espacio útil. No hay turistas a la vista. Un periódico nacional publica al día siguiente un reportaje sobre Benidorm que ilustra lo que padecen las localidades de esa zona de Alicante: «La ruina al no llegar los guiris: SOS al turismo nacional para que salve la ciudad». Desde allí hasta Almería, lo mismo.

El ferri, que iba totalmente lleno a la ida, tiene a la vuelta dos filas de la bodega inferior vacías. Los portones del barco abren a las 19.10 horas. En el exterior hay 33 grados. Los vehículos no salen disparados hacia Ibiza, sino que son obligados a dirigirse hacia la punta del dique de es Botafoc, donde deben girar para, de nuevo, volver hasta el comienzo del dique. Allí controlan la temperatura y se entrega un folio del Govern en el que se ha de responder a diversas preguntas para confirmar que el pasajero no está enfermo. Basta su palabra y firma. Pese a ser de los primeros, hay que aguardar 20 minutos para llegar hasta el vigilante que comprueba que nadie tiene fiebre: 36,6 grados. Pase. Mientras, detrás la cola ha ido en aumento y se alarga desde el barco hasta el final del dique y, desde allí, hasta cerca del faro de es Botafoc: 1.100 metros de espera. Los últimos en salir del 'Cecilia Payne' tienen unos 45 minutos por delante hasta que acabe ese suplicio de la nueva normalidad.