Es jueves 25 de junio, cuatro días después de que el país haya pasado a la «nueva normalidad». Ya es posible viajar por toda España sin restricciones y, como es el caso, cumplir una asignatura que quedó pendiente al declararse a mediados de marzo el estado de alarma y su correspondiente confinamiento: visitar la sierra de Filabres (Almería), situada junto al desierto de Tabernas. Pero ya nada es igual. (Ver galería de imágenes)

Éxodo

Lo que ocurre en el puerto de es Botafoc es difícil de entender. En el muelle hay muchos más vehículos a la espera de embarcar en el ferri a Denia que hace un año por estas mismas fechas. Y entre los que aguardan a pleno sol no son pocos los turismos que están cargados de bolsas y maletas, arrumbadas de tal manera, a presión, que no se puede ver el interior a través de las ventanillas laterales traseras. Uno de ellos, que embarca hacia Barcelona, incluso porta un sofá y una mesa en la baca, mientras las cajas y bártulos sobresalen peligrosamente por ambos lados del asiento del conductor.

Tan extraña situación, que suele darse a finales de temporada, tiene una explicación: aunque la temporada está en ciernes, se está produciendo un éxodo de trabajadores de Ibiza. Bienvenidos a la nueva anormalidad: el flujo migratorio de trabajadores hacia las Pitiusas típico del estío ha cambiado de sentido. Ahora es a la inversa. Regresan a sus lugares de origen porque en la isla ya no tienen empleo. Pintan bastos laborales. En esa mudanza atípica, por las fechas, participan cuatro vehículos conducidos por exempleados de la empresa de autobuses Alsa. Cuatro familias, algunas de ellas con niños, que han tirado la toalla y vuelven a sus pueblos natales: Sevilla, Toledo, Santander?

Son, explican, fijos discontinuos desde hace tres o cuatro años: «Pero hay afectados que llevan allí desde hace 14 años», indica uno de ellos. Han cargado los coches (de buenas marcas: Audi, Mercedes...) hasta los topes con todo lo que tenían en sus viviendas. O en sus habitaciones: dos de ellos las alquilaban a 450 euros cada una en una misma casa en la que residían otros tres compañeros, que también han emigrado. Sin empleo, ya no les salen las cuentas: «No podemos pagar ni la habitación. Y el propietario no se baja del burro, no había manera de que redujera el precio». En el pueblo al menos no tendrán ese gasto. ¿Y tienen allí trabajo? Pues no. Van a buscarse la vida: «Ya veremos qué encontramos, pero por aquí ya no se puede vivir. Peor que esto...».

En la nueva realidad el control de temperatura es a veces aleatorio. Antes de pasar el control previo al aparcamiento desde donde se embarca, apuntan con un termómetro al conductor de delante. Se olvida cuando toca mi turno. En el interior del 'Cecilia Payne', tanto en la zona de butacas 'Neptuno' como en la del bar, abundan las mamparas de metacrilato, que teóricamente impiden el flujo de miasmas entre los pasajeros sentados, pero los roces en los pasillos son continuos y basta con entrar en el cuarto de baño o bajar por las escaleras hacia la bodega para que se vayan al carajo todas las precauciones.

Llegan los moteros

Al llegar a Denia se desvanece el temor a que tomen la temperatura de cada pasajero y vehículo, uno por uno, lo que retrasaría mucho el inicio del viaje por carretera. No hay control y la salida se realiza con normalidad. Otra cosa será a la vuelta.

Camino de Tabernas (Almería), alto en Níjar para visitar ese bonito pueblo blanco, en el que no hay problemas para aparcar ni nadie pasea por sus calles decoradas con tiestos de cerámica y plantas crasas. Ni un turista en la zona. Es una de las secuelas de la pandemia.

En marzo, la propietaria del hostal Avenida de Tabernas no puso reparo alguno para cancelar la reserva, pese al golpe que recibió su modesto negocio al decretarse el estado de alarma en esas fechas. Tenía reservadas todas las habitaciones de su coqueto alojamiento para marzo y abril, los dos primeros meses del confinamiento: «Lo tenía todo vendido». Hace una semana abrió e intenta recomponer este pequeño negocio familiar, pero en los últimos siete días sólo tuvo ocupada una habitación. Ahora dos: hay tanto espacio disponible que, cortesía de la casa, da a elegir, incluso ofrece la suite (la cama es enorme) al mismo precio que una normal. Nada volverá a ser como antes, lo sabe, pero sonríe porque el fin de semana promete: llegan los moteros. Cerca se encuentra el circuito de Almería, que se promociona como el que «más horas de sol tiene de Europa», lo cual no extraña porque está enclavado en pleno desierto. Como Laguna Seca (Estados Unidos), pero en Andalucía, más largo (4,2 kilómetros) y con más curvas (12). Acaba de abrir y los fans de Valentino y Márquez quieren resarcirse después de tres meses sin quemar neumáticos. Desde el viernes tiene todas las habitaciones alquiladas a los pilotos, pero se irán el domingo.

Hasta ese viernes por la noche, en los bares del pueblo sólo se oye acento almeriense, rumano y marroquí, el de los trabajadores de los invernaderos cercanos, que con sus plásticos alfombran de blanco las faldas de Níjar.

Los residentes

En la ciudad de Almería apenas hay clientes en los bares, ni siquiera en la popular Casa Puga o en el Baviera, que no se comen ni el colín que ponen con la tapa de ensaladilla. Pocos cherigán salen de las cocinas. La plaza de la Catedral, repleta de tanques en una escena de 'Patton', está vacía. Abundan en la ciudad los grafitis en color verde en los que, con cierto tono jocoso, han escrito «Stop plandemia. Nueva subnormalidad» y «Basta plandemia». Muchos hoteles de la capital siguen cerrados. Las playas, eso sí, se llenan de residentes locales, como en Ibiza. Los 13 kilómetros de la del Cabo de Gata (desde Retamar hasta la Fabriquilla) están ocupados por vecinos que llegan hasta allí en coche, aparcan en los laterales de la carretera (no se ve ni uno de alquiler) y desembarcan con la sombrilla, las toallas y la neverita. La presión humana ha disminuido hasta el punto de que no hay problema alguno para llegar hasta el faro, ni para aparcar allí mismo ni para hacerse un selfi con el espectacular arrecife de las Sirenas de fondo.

Lo mismo sucede a 89 kilómetros de ese cabo, en Mojácar, donde sobran plazas para aparcar en sus cuestas o en los estacionamientos públicos. Hay pocas tiendas abiertas, cuyos propietarios aguardan pacientes a las puertas a que se obre el milagro. Nadie pasea ni curiosea por sus inmaculadas calles. Si no fuera por el calor, parecería, por sus desoladas calles, el mes de enero. El camarero de Viento Norte, un restaurante vasco enclavado en lo alto, junto a la iglesia, recuerda que hace un año eran cinco empleados: ahora, sólo tres. Es el mínimo necesario para mantenerlo a flote, pero el trabajo escasea. De la docena de mesas, sólo hay tres ocupadas, una de ellas por una pareja que toma el aperitivo del mediodía. «Abrimos el 11 de mayo, pero nada, no viene nadie. En esta época suele haber muchos franceses y alemanes. Y algún británico. Pero aún no hemos visto a ningún extranjero, salvo a los residentes». Y los locales, incluso los guiris residentes, no comen allí: «Se van a la playa, con la nevera a cuestas». Como en el Cabo de Gata.