Aprovechen esta ocasión única. Jamás en las últimas tres décadas fue posible disfrutar de la puesta de sol de ses Variades en julio como ahora: en silencio. Sólo está abierto uno de los locales del paseo, el Mint, pero su música, bajita, no impide escuchar el rumor de las olas que baten en esa costa rocosa. También es insólito que, de noche, sea posible oír el oleaje mientras se camina, sin agobios, por el paseo de s'Arenal. La era pospandemia es una ruina, pero permite disfrutar de momentos deliciosos. (Ver galería de imágenes)

«Fíjate: se ha cambiado el ruido del Café del Mar [cerrado] por el sonido del mar», cuenta una vecina del pueblo que alucina con el estado del paseo de ses Variades. Hace un año, las cápsulas de óxido nitroso alfombraban la zona, la Guardia Civil no daba abasto para capturar camellos, tanto las rocas como los muros estaban repletos de gente esperando a que el sol se pusiera en el horizonte (y si caía la breva, a ver el rayo verde), había botellones por doquier, los bares contaminaban los alrededores con su música machacona, había que abrirse paso a codazos frente al Mambo? El viernes no había nada de eso: ni capsulas metálicas tiradas por el suelo, ni traficantes, ni borrachos, ni una marabunta de turistas entre las rocas o en el paseo... Sólo familias de residentes, algún turista despistado y un par de críos jugando a escasos metros del mar cuyos gritos agudos sonaban a gloria después de tantos años de contemplar cómo la zona devenía, progresivamente, en una especie de discoteca al aire libre y en un supermercado de droga.

Alrededor de un centenar de personas (sobre todo vecinos, familias paseando a sus críos o a sus perros) asistieron el viernes al ocaso en ese medio kilómetro de paseo. Enfrente sólo había un barco (uno que se dedica al buceo) anclado, cuando otrora ese tramo de costa se llenaba de lanchas y veleros. Una madre repartía sandwiches de pan de molde entre su prole de cuatro hijos. Ni siquiera estaban ocupados todos los bancos del paseo: en uno había cuatro vecinas contándose cómo les fue la jornada; en otro, una pareja que, vistos sus arrumacos, debía creer que asistir a ese fenómeno astronómico es súper romántico; más allá, dos amigos charlaban en árabe. Siete bancos estaban vacíos.

Atrapadas en el tiempo

Atrapadas en el tiempo

Las calles y las áreas turísticas de Sant Antoni parecen atrapadas en el tiempo, ancladas en el pasado 14 de marzo. Apenas hay transeúntes, lo cual es lógico si se tiene en cuenta que siguen cerrados numerosos alojamientos, como The Purple, Cervantes, Tropical, Mallorca, Piscis Park, All Suite, Brisa, Bellamar, Palau, Gran Sol, Don Pepe, Central City? Y algunos valientes que han abierto sus puertas lo pasan mal. «Ahí estamos, perdiendo ahora más dinero que si siguiéramos cerrados», cuenta con acritud el propietario de un hostal. Llama la atención el silencio en torno a la manzana del Ibiza Rocks. También, no tropezar con vómitos, u olerlos, cada dos pasos.

De ahí que nunca hubiera estado tan limpio el West. Como una patena. A escasos pasos de su entrada, una docena de taxistas esperan de brazos cruzados o charlando a que San Cristóbal, su patrón, les bendiga con una carrera. Si desde allí miran hacia la arteria principal del que antaño fue el barrio más conflictivo y concurrido de Sant Antoni, pero de donde manaban buena parte de sus clientes, se deprimen. La calle Santa Agnès está muerta. Sólo hay tres negocios abiertos en sus 175 metros de extensión: un kebab (semivacío), el bar-restaurante Cas Padrí (igual) y un hostal. La decisión del Govern de prohibir la apertura de los locales de ocio nocturno de esta zona de «turismo de excesos» (no de otras de la Comunitat) posiblemente será la puntilla para un barrio en el que, desde hace tiempo y año tras año, se volatilizan negocios: o no vuelven a abrir y o cuelgan carteles de se vende o traspasa.

Siete negocios en cuatro calles

Siete negocios en cuatro calles

El horror vacui que produce la calle Santa Agnès se repite en Vara de Rey, 155 metros en los que los turistas (si algún día regresan) sólo encontrarán tres negocios abiertos: una zapatería (que no cierra ni en invierno), un bar y una bodeguilla. En la calle Bartomeu Vicente Ramon, otro tanto de lo mismo: en esa desolada vía, de unos 100 metros, languidecen un kebab, un súper y una manicura. En la calle Prim (160 metros de longitud) sólo hay abierto un hostal. En la calle Colom (87 metros) nada de nada. Todo cerrado.

También es posible escuchar las olas en es Pouet, en la frontera con el municipio de Sant Josep. Y los grillos. El silencio es casi absoluto. Sólo lo rompen los niños que, junto a sus padres, residentes del barrio, regresan de la playa cargados de flotadores, la neverita y las toallas, amén de esos insectos artrópodos, cuyos machos parecen desatados a tenor del frenesí con el que se frotan las alas. Se aparca fácilmente en la zona, algo comprensible porque la mayoría de los hoteles están cerrados: el Bellamar, el Osiris, el Neptuno, el Alua Hawaii? Sus moles apagadas, con todas las habitaciones cerradas a cal y canto y sin luz, tienen un aspecto fantasmagórico. Donde hace un año el trasiego era infernal, sólo hay ahora silencio y oscuridad. A las 22.20 horas, sólo pasea una mujer y patina un skater en el tramo del paseo que arranca en es Pouet.

30 británicos de la vieja escuela

30 británicos de la vieja escuela

Pasado es Molí de sa Punta llama la atención, como en ses Variades, la ausencia de cápsulas de gas de la risa esparcidas por el suelo, ni turistas con un pedal considerable tras inhalar esa sustancia. Ni traficantes. Sólo familias del municipio que aprovechan la fresca para pasear o conversar en el parque mientras sus criaturas juegan al escondite o escalan los columpios como diminutos aprendices de Anatoli Bukreev.

Sólo dan el cante unos adolescentes y los usuarios del gimnasio al aire libre que hay en s'Arenal, pegado al paseo, enfrascados ambos en una guerra sin cuartel de perreos que emiten sus respectivos y potentes guetto blasters. Porque, al margen de ellos, apenas hay locales que produzcan ruido, otro hecho insólito en esta nueva realidad. Sólo hay abiertos tres bares (uno es de unos apartamentos y está semivacío), un restaurante de comida rápida con alto contenido en grasas y una heladería. Los chavales se desentienden por un momento de las arrochas brasileiras para, aprovechando que apenas hay peatones, organizar una carrera por el paseo.

De repente, a eso de las 23 horas, un déjà vu de libro: como teletransportados desde julio de 2019, una treintena de británicos accede a s'Arenal en dirección a Sant Antoni. Muchos ya van cocidos, especialmente una joven que se tambalea y a la que nadie ayuda a caminar. Y no es por la altura de sus zapatos de plataforma. Es difícil adelantarlos porque, por su estado, caminan erráticamente. Se dirigen al último bar de esa larga avenida peatonal para empalmar, para tomarse la última, como si no hubiera un mañana, para recrear lo que siempre han hecho sus compatriotas en este destino.