Si a Netflix se le hubiera ocurrido una serie disparatada sobre un apocalipsis turístico en Ibiza las críticas que ha recibido por 'White lines' habrían sido un chiste. Ni un guionista de mente calenturienta y con ganas de provocar habría imaginado la historia de un virus letal que obliga a paralizar el mundo, los aviones, todo, y transforma una de las zonas más turísticas y animadas de la isla en el silencioso paraíso de ciclistas, corredores y paseantes, algunos con mascarillas. (Mira aquí todas las fotos)

Domingo, 24 de mayo, por la mañana. Todo está cerrado a cal y canto en esta realidad marciana propia de un mundo de Ray Bradbury. Restaurantes, tiendas de ropa y souvenirs, supermercados de playa, bares, hoteles, apartamentos, discotecas, alquileres de vehículos, los puestos de la feria, el mercadillo, las pistas de tenis... Pese a que faltan unas horas para que la isla pase a la fase 2 de la desescalada, en Platja d'en Bossa no hay ningún movimiento para preparar la reapertura. Sin turistas no hay negocio posible. El fuerte piar de los pájaros, omnipresentes, ha sustituido al ruido continuo de los aviones que en esta época aterrizaban y despegaban en el vecino aeropuerto de es Codolar sin descanso, trayendo y llevando a los visitantes que en la era anterior a la pandemia ya habrían colonizado la isla. Apenas hay coches, y el silencio que ha dejado su ausencia permite escuchar hasta el leve zumbido de las bicicletas sobre el asfalto.

Ni un turista

No se ve ni un turista. Hay decenas de residentes en la isla corriendo, en bici, caminando a buen ritmo o paseando sin prisa, redescubriendo con curiosidad este núcleo turístico despojado de toda actividad comercial, como si una terrible maldición de cuento lo hubiera petrificado en enero con temperaturas de verano. Van en grupo o en solitario, son de todas las edades; hay deportistas de verdad, como revela su equipación de nivel experto, y otros de afición más reciente, pues el confinamiento ha obrado el milagro de que muchos sedentarios decidieran hacer ejercicio, aunque sea caminar: cualquier cosa con tal de salir de casa. Si estos buenos hábitos se mantienen cuando alcancemos la nueva anormalidad, será una de las escasas cosas positivas que nos dejará la pandemia.

El largo arenal está libre de hamacas, sombrillas, mesas, camas balinesas, velomares y demás trastos que ya en esta época suelen amueblar la playa, y pese a que el calor invita a darse un chapuzón, a las 9.30 horas no hay bañistas ni gente tomando el sol. Por último día: hoy ya está permitido meterse al mar por puro placer, no solo para hacer deporte en serio, y tumbarse a la bartola sobre una toalla sin riesgo ni miedo a ser sancionado. Unas amigas que quedan para caminar metidas en el agua hasta la rodilla ya planean el chapuzón que se darán hoy, aunque una admite que ella nunca se bañaba hasta agosto. Pero este año es distinto en todo, también en esto.

El confinamiento ha dejado escenas insólitas y sorprendentes, como la inusual concentración de kitesurfistas en esta mañana ventosa, que han convertido la playa en una suerte de Tarifa ibicenca. Once enormes velas de colores surcan el cielo mientras los deportistas se deslizan sobre las olas a toda velocidad. En la arena, otros siete preparan sus gigantes cometas para lanzarse al mar. Siguen llegando deportistas y se saludan con alegría. Disfrutan de la oportunidad única de adueñarse de este tramo de playa, sin problemas de espacio ni de arrollar a un bañista con sus tablas. Son conscientes de que será muy difícil volver a tener la playa para ellos, como este domingo.

El aparcamiento de la discoteca Hï, antigua Space, está desierto. Enfrente, el hotel de lujo Ushuaïa tiene sus cristales y puertas tapados con planchas de madera. 'Welcome to reality' ha escrito alguien sobre un muro cercano. ¿Lo hizo antes del coronavirus o después? Un mensaje desconcertante, en cualquier caso.

La mayoría de los locales tienen las cristaleras tapadas con plásticos, chapas o pintura blanca. Observar la inusual calma de este atípico principio de no temporada resulta inquietante. Es inevitable preguntarse qué será de las miles de personas que debían haber empezado ya a trabajar en todos estos negocios que permanecen cerrados, en silencio, dormidos como en un reino encantado que aguarda a que algo o alguien les devuelva a la vida.