Diario de Ibiza

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Dominical - Imaginario de Ibiza

La lámpara de sa Punta des Moro

Salón interior del palacete donde aún cuelga una lámpara.

Comencé muy alto y me he labrado mi decadencia (Orson Welles).

Sobre el altiplano contiguo a la orilla de Cala Carbó hacia el norte, donde los acantilados alcanzan treinta metros de altura, aguarda un atípico conjunto de chalets de estilo árabe. En su parte central están cubiertos con una gran cúpula y varios arcos -apuntados y de medio punto- adornan su fachada. Aunque a una escala mucho menor, conservan el aire fastuoso de los grandes edificios sarracenos, como la mezquita de Lahore, en Pakistán, o el propio Taj Mahal, que aunque fue erigido en la India del siglo XVII, lo promovió un emperador musulmán como fenomenal mausoleo para su esposa favorita.

El mayor privilegio de estos chalets níveos, con hechuras de palacete, son sus terrazas. Sobrevuelan el mar desde las alturas, con es Vedrà y es Vedranell tan cerca que parece se puedan acariciar con la yema de los dedos. Mansiones moriscas, fuera de coordenadas, levantadas en los alocados ochenta por un promotor alemán llamado Klaus Hermani. Compró a buen precio tan privilegiadas parcelas, pidió las oportunas licencias, que entonces se despachaban como churros, y las sembró con estos edificios estrambóticos, tan alejados de la arquitectura tradicional isleña. Su contemplación, transcurridos cuarenta años, aún chirría. Ibiza, si tenías dinero para invertir, era jauja.

Resulta paradójico que el cabo donde se asientan sea conocido, desde mucho antes que se proyectaran las casas, como sa Punta des Moro. A saber si esa fue la razón por la que el teutón, en vez de delinear con la cal y la piedra de los ibicencos, optó por la geometría musulmana sobre un chasis de ladrillo. En general, los ocho palacios se conservan impolutos, como recién pintados. En uno de ellos, un grandioso buda, igualmente albo, preside la terraza de espaldas al mar. Su presencia genera un batiburrillo de estilos y espiritualidades que ya es una característica intrínseca a nuestra tierra y a algunos de los acaudalados extranjeros que se han ido adueñando de las mejores parcelas de la costa.

Palacete arruinado

Uno de los palacetes, sin embargo, rompe la ecuación del lujo, ya que aguarda completamente arruinado, sin puertas, ventanas, ni muebles. La única huella de su glorioso pasado es una gigantesca lámpara que cuelga de la cúpula principal. Algunos de sus brazos los han torcido a pedradas, pero sigue impresionando el contraste entre las paredes desnudas y descascarilladas, los islotes en el horizonte y la imponente araña oscilando en el techo. Esta casa abandonada, probablemente paralizada por una herencia maldita cuando se hallaba en plena reforma, se ha convertido en objeto de peregrinación, cuanto no de fiestas menos glamurosas y privadas que las que se celebran en los lujosos chalets de los alrededores. La frecuentan excursionistas atraídos por el insólito paraje, cuyas fotografías luego comparten en el universo digital, atrayendo a su vez a nuevos expedicionarios.

Los residentes en los alrededores, habituados a la tranquilidad monacal que suele reinar en el altiplano, andan quejosos por su presencia y temen que el chalet acabe degenerando a nido de okupas. Las probabilidades son escasas, pues el viento, debido a las enormes oquedades, atraviesa la estructura con el mismo ímpetu que si no hubiera paredes. La decadencia, de tanto en tanto, incluso alcanza el más escondido rincón de la milla de oro de la costa ebusitana.

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