En una isla tan pequeña como Ibiza, la distancia entre la ciudad y el campo en ningún momento ha sido física, no ha estado en los kilómetros que separan Vila de las casas dispersas en la geografía interior; ha estado en la diferente vida que han hecho secularmente el payés y el urbanita. El turismo y los nuevos medios de comunicación han sido la causa de que, en pocos años, aquellas diferencias desaparecieran. Este cambio brutal en las formas de vida ha ido en detrimento sobre todo de la vida rural que, aunque tenía severas carencias, atesoraba -cosa que no podemos decir de la ciudad- las señas de identidad de la isla.

Y lo que el cambio ha provocado es una irreversible desnaturalización de aquella ruralidad. A la vista está que la vida que hacen hoy los pocos payeses que todavía viven del campo no es ya diferente de la que hace cualquier vecino de la ciudad. La televisión, el coche, Internet, el teléfono móvil y todos los artilugios de la modernidad que hoy tiene la casa más aislada, han uniformado la vida del campo y de la ciudad. Pero si todos nos hemos visto implicados y afectados por la transformación que ha sufrido la isla, las pérdidas que han experimentado las gentes del campo son infinitamente mayores que las que hemos tenido en la ciudad. Mientras que el vecino de la ciudad es poco más o menos como era, el payés era muy diferente de como ahora es.

Y no hablo de las apariencias. Hablo de la personalidad, del carácter al que se refería Sert al definir lo que en la isla es sustantivo; hablo de la ibiceidad, de la cultura específica de la isla con todos sus componentes, desde sus conocimientos a sus costumbres. Todo ello -conviene decirlo- no estaba en la ciudad, ha estado siempre en el campo. Son esas señas de identidad que preservaba nuestro mundo rural lo que en pocos años ha desaparecido. Y aunque el campo haya sido el gran perdedor en la mutación, siendo que la ruralidad era la principal depositaria de la identidad insular, finalmente hemos perdido todos. Y lo que de aquella cultura nos queda, lamentablemente, hoy sólo tiene un valor testimonial.

Producto etnológico

Ha pasado a ser un producto etnológico, folklórico, casi arqueológico. No descubro el Mediterráneo. Hace ya mucho tiempo que sabemos y es un tópico repetirlo que en sólo unas décadas hemos experimentado una transformación que no se había producido en dos mil años. Y como advertía Francesc B. de Moll, con el cambio « s'han perdut virtuts, qualitats i notes característiques del nostre poble que no es recobraràn mai més. Hem sofert un capgirament lamentable!».

Visto lo visto, me pregunto si era inevitable que pasara lo que ha pasado. Diría que no, que las cosas hubieran podido hacerse de otra manera. Se ha dicho infinidad de veces que si el Viejo Mundo se mantuvo en nuestra isla durante siglos sin apenas cambios -nuestros payeses utilizaban todavía el arado romano mientras Neil Armstrong pisaba la Luna el 1969-, fue por su aislamiento.

Pero es una verdad a medias. Porque el aislamiento sólo fue relativo. Ibiza está en un cruce de caminos y su estratégica situación no sólo nos dio una muy temprana civilización, sino que luego ha visto sucesivas oleadas poblacionales que llegaban, cada una de ellas, con su particular manera de vivir. Nuestras crónicas más antiguas nos recuerdan que la isla ya estaba poblada hace dos mil años «por toda clase de extranjeros». Lo sorprendente -y hoy debería ser una lección para nosotros- es que quienes llegaban, en vez colonizar a los isleños, eran colonizados por estos que sólo incorporaban lo que para ellos suponía una manifiesta mejora.

Esta fortaleza y resistencia explica que la personalidad insular se preservara. Es lo que ahora nos permite afirmar que durante siglos Ibiza mantuvo su condición y su enraizamiento, permaneció fiel a sí misma. Una situación muy distinta, por tanto, a la que vivimos hoy, cuando hemos dejado que lo foráneo fagocite y destruya lo propio.

Cambios lentos

Quien analiza las novedades que intentaban introducir quienes iban llegando a la isla en el pasado, -en arquitectura, cultivos, costumbres y creencias-, constata que los cambios se producían con tal lentitud que resultaban casi imperceptibles en la vida de un hombre. Y las más de las veces se producían sin uso de la fuerza. Con los romanos, los árabes, los pisanos y los catalanes, la isla sufrió invasiones y conquistas, pero pasada la res bellica las cosas continuaban sin apenas cambios, como habían sido siempre. Esto explica que en pleno siglo XX, todavía en los años 50 y 60, funcionasen las norias con los mismos cangilones de barro que se utilizaban en el siglo XIII. Y que a pesar de las novedades que introdujo la conquista catalana, -la principal fue la lengua-, se mantuviera la herencia oriental, las viejas costumbres y un riquísimo folklore. Hemos salvado la lengua, -que no es poco-, pero todo lo demás se nos ha quedado en la cuneta. Y la conclusión a la que uno llega no es precisamente para tirar cohetes. Dejamos a las generaciones futuras una isla que, si en lo circunstancial y material es más rica, en lo sustantivo es más pobre que la que recibimos nosotros. Es duro decirlo, pero la cartera nos ha importado más que la identidad.