Diario de Ibiza

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Dominical - Imaginario de Ibiza

Es Caló y la isla mínima

Illa d'en Calders, con su estrecho paso junto a la playa lunar.

Antes las distancias eran mayores porque el espacio se mide por el tiempo.

(Jorge Luis Borges)

Partiendo de esta máxima de Borges y trasladándola al acotado territorio insular, solo cabe afirmar que el paisaje ibicenco prácticamente ya no alberga epopeyas. Con la masificación turística, los enclaves aislados han dejado de serlo y las calas infranqueables por tierra han evolucionado a coto privado de yates por idénticas razones. Únicamente ciertos rincones costeros con unas características muy específicas -accesos deficientes y costa desprotegida para el fondeo-, aún siguen ejerciendo el papel de territorio de robinsones.

Uno de estos lugares excepcionales aguarda entre sa Punta Roja y es Cap Blanc, o entre Benirràs y la playa de es Canaret, si ampliamos el abanico geográfico hasta enclaves más conocidos. Allí, en el entorno de Portinatx, se esconde una orilla ignorada, seguramente porque en los alrededores abunda la competencia: Cala Xarraca, s'Illot des Renclí, Cala Xuclar, Cala d'en Serra€ Todas ellas ganan en espectacularidad a es Caló de s'Illa.

Sin embargo, en la Ibiza de hoy, la soledad constituye un lujo equiparable al tiempo en esta acelerada sociedad actual. Es Caló de s'Illa sobrecoge por la sensación de aislamiento que transmite, gracias al arruinado camino que conduce hasta ella desde la carretera de Portinatx -impracticable para turismos en el tramo final- y por su condición de páramo, dada la escasa vegetación que lo envuelve y el paisaje lunar que lo acecha.

Es Caló de s'Illa se aposta en la desembocadura de un torrente. Su orilla, siempre mullida por un lecho de posidonia muerta, es de piedras y suele acumular cañas, troncos de madera, plásticos y otros desperdicios que arrastra el mar. La calita recuerda a esa Ibiza en blanco y negro, cuando los niños rebuscaban estos restos como si fueran tesoros y los llamaban naufrags. En la orilla boreal, media docena de refugios marineros, alguno abandonado o a medio terminar, con inclinados varaderos. Y frente a la costa, una colección de escollos donde se apostan los cormoranes a recuperar aliento entre zambullidas.

Un poco más al norte, en el extremo del cabo que proporciona refugio a la cala, se halla un lugar aún más interesante e insólito. Para alcanzarlo hay que cruzar el pequeño altiplano, sembrado de pinos y sabinas que se salvaron del incendio de 2011 que arrasó toda la zona, donde a veces camuflan sus tiendas de campaña los robinsones de nuestros tiempos.

En el extremo, separada de la costa por un paso de agua esmeralda de unos pocos palmos, se sitúa s'Illa d'en Calders, también llamada d'Encalders. Podría describirse como una miniatura de sa Conillera, aunque ligeramente más plegada en su eje central, redondeando mejor su forma de C. Una isla mínima no por su tamaño, pues su lado más largo mide unos 120 metros, sino por su proximidad tan extrema a Ibiza.

Disparate

Dicen que las pequeñas embarcaciones, si las comandan navegantes atrevidos y habilidosos, pueden cruzar por este minúsculo hueco que fundamenta que dicha isla reciba tal calificativo. A simple vista, sin embargo, se antoja un disparate. Y en el lado ibicenco del estrecho, una extensa superficie rocosa y plana que, al parecer, alguien rebautizó en el pasado como la playa lunar.

Sobrecoge este territorio vaciado. Incluso a pesar del puñado de chalets que se apostan al principio del camino de tierra que zigzaguea hasta la cala y cuyos moradores, sin duda, gozan de una Ibiza ajena al mundanal ruido. Sorprende que hayan podido erigir sus viviendas en tan aislado paraje, pues algunas parecen notablemente recientes. Si con Borges comprendimos que el tiempo constituye el factor más trascendente a la hora de medir una distancia, con rincones como es Caló de s'Illa experimentamos que la soledad representa la más importante incógnita de la ecuación de la belleza.

La cala de las 'raves'

En la Ibiza de los noventa, las famosas rave eran mucho más habituales que ahora y se celebraban en lugares inhóspitos. Sus organizadores, que con frecuencia andaban jugando al gato y al ratón con la Guardia Civil, elegían enclaves como es Caló de s'Illa para montar fiestas. Esta orilla resultaba tan aislada que incluso albergó algún cónclave multitudinario y de larga duración. Su existencia, sin embargo, fue descubierta a toro pasado por pescadores y caminantes del entorno, que encontraron restos de papel y pintura fosforescente sobre las rocas para ambientar el festival.

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