No importa que estas ruinas decrépitas que hoy se caen a pedazos fueran proyectadas por el mismísimo Josep Lluís Sert (1902-1983). Si las contemplara desde el presente, el propio arquitecto catalán, que fuera decano de la Escuela de Diseño de la Universidad de Harvard y uno de los urbanistas más reconocidos en el mundo a lo largo del siglo pasado, probablemente renegaría de ellas. Su mole inacabada, que en los años setenta debía componer el esqueleto de un hotel insólito por ubicación, constituye una anomalía en el hipnótico y paradisíaco paraje de Cala d'en Serra, en el extremo norte de Ibiza. (Mira aquí todas las imágenes)

A lo lejos, desde lo alto del camino que zigzaguea hasta la orilla, ya chirrían entre los pinos sus muros y forjados sin enlucir, carcomidos y plagados de grietas. Corrompen un horizonte de acantilados cubiertos de verdor y la resplandeciente ribera esmeralda que aguarda a sus pies. Una deprimente excepción allí donde no existe mota de hormigón en kilómetros a la redonda, salvo los rústicos varaderos erigidos sobre los escollos, que sí se mimetizan con el paisaje.

A pesar del dantesco panorama, sigue mereciendo la pena adentrarse en las cavidades resquebrajadas de esta bestia dormida de cemento y hierro. No para admirar la maestría de los trazos de Sert, pues su estructura ya no conserva interés alguno, ni tampoco para gozar con las vistas que se contemplan desde sus extensos miradores. El interés radica en el arte que encierra el fantasmagórico edificio, pues entre sus fauces aguardan colosales grafitis esbozados a espray por un número indeterminado de artistas urbanos, que han reutilizado como lienzos sus descascarilladas columnas y paredes, desplegando un notable talento.

Queso gruyer

La experiencia no está exenta de peligros, pues el vetusto inmueble, más que a un hotel inacabado, se asemeja a un edificio bombardeado en pleno conflicto bélico. Resulta inconcebible que las administraciones competentes, por privada que sea la propiedad, no hayan forzado aún su demolición. Cualquier persona, incluidos los niños que juegan en verano en la playa aledaña, tiene la posibilidad de acceder a todas de sus plantas, agujereadas como un queso gruyer. Más allá de la deprimente estética, es una cuestión de mera seguridad pública, pues las posibilidades de que cualquier día ocurra una desgracia son demasiado elevadas como para persistir en la indolencia.

El complejo ni tan siquiera está aislado por una simple valla. El interior se encuentra repleto de forjados hundidos, varillas oxidadas por doquier tanto en suelos como en techos y fragmentos de hormigón medio desprendidos, a veces sostenidos por hilos podridos de hierro sobre las cabezas de quienes se aventuran entre sus plantas. Las bovedillas que soportan entre vigas los distintos niveles han desaparecido en múltiples tramos y allí el suelo solo se sostiene gracias a una fina capa de hormigón que puede ceder en cualquier momento. Hay boquetes por todas partes que obligan a andar con los ojos muy abiertos para no sufrir accidentes, y aún así no existen garantías. Tal vez no haya campo de juegos más peligroso en toda la isla.

El fallido proyecto de Sert consta de dos grandes edificios. El de mayores dimensiones, más próximo a la cala, tiene forma de "U" y envuelve un patio interior, ahora poblado de pinos, abierto por el lado del camino. Consta de tres plantas por las que se puede pasear libremente, sin barandillas ni protección alguna. Alguien ha colocado viejos somieres metálicos de muelles para cubrir algunos de los boquetes mas peligrosos. Por su parte, el ala más pequeña y separada tiene forma rectangular, con doble planta, y se extiende hacia el sur, sobrevolando el acantilado. Su estado es igualmente ruinoso.

Frente al edificio principal, una extensa terraza descubierta con la estructura de una piscina bien profunda en el lado más cercano a la primera galería de habitaciones. En su inclinado fondo se acumula agua de lluvia en estado de putrefacción. Los grafiteros también han aprovechado sus muros, que exhiben castillos, molinos de viento y rótulos coloridos que reivindican que la ruina ha sido tomada por el arte urbano. En el límite de la charca, una leyenda sin florituras que resume el eslogan que ahora parece identificar este espacio moribundo: "Siembra rebeldía, cosecha libertad". Cada columna que sostiene la parte antaño cubierta de este espacio exterior presenta símbolos y dibujos asociados a distintas rúbricas.

Garabatos

La mayoría de grafitis son garabatos de aficionados. El ala que sobrevuela el acantilado del edificio principal, sin embargo, esconde una colección de obras icónicas y llamativas. En su planta más baja, abierta al pinar que separa el edificio del precipicio, impresiona el rostro enorme de un anciano enjuto de mirada alegre, junto a una mano de Fátima. A poca distancia, el chasis oxidado y abollado de un viejo Suzuki todoterreno sin ruedas. Es el segundo vehículo arruinado que contienen estos muros, pues en una de las galerías abiertas al patio central yacen los restos de lo que parece un Renault 4, milagrosamente encajado de lado en un agujero descaradamente más pequeño que el tamaño original del vehículo.

Subiendo una planta, aguarda la que podría denominarse la estancia roja, pues es éste el color que predomina. Una de sus paredes está ilustrada con la inquietante cara de una muchacha de ojos verdes, corte de pelo a lo Cleopatra y cierta oscuridad en la mirada. Junto a ella, una escultura vertical de dos metros pintada con espray de plata y realizada con latas, mangueras, tubos y planchas de metal.

En la pared aledaña, un collage de caricaturas de animales y formas humanas, junto a un retrato de un ser fantástico de naturaleza indefinida. Recuerda a Fújur, el dragón de la suerte de 'La historia interminable'. También arranca una escalera en cuyo lateral aparecen unos enormes labios rojos y carnosos.

Desde esta misma alcoba se alcanza otra terraza frontal, donde alguien ha creado el más interesante esbozo del complejo. Precedido por el colorido dibujo de lo que parece un skater sobre un tramo de pared, medio rostro hiperrealista de una joven en distintos tonos de azul y negro, aprovechando toda la superficie de una columna que ya solo sostiene aire. Contrasta con los celestes y cobaltos de un horizonte marino que aquí se abre por completo.

Nadie debería dar media vuelta sin volver a la realidad, pues hay que concentrarse en los peligros a ras de suelo. Que ninguna persona se haya partido la crisma en las ruinas de Cala d'en Serra parece un milagro. Como el arte efímero que alojan, deberían de tener los días contados.

Un proyecto turístico no especulativo

Las ruinas de Cala d'en Serra tenían que convertirse en una ciudad de vacaciones, según proyecto del arquitecto Josep Lluís Sert. El inmueble cuenta con una licencia municipal de 1975 para una superficie de 12.000 metros cuadrados, aunque al parecer las obras se iniciaron a principios de los años setenta. El objetivo era erigir un complejo turístico sin afán especulativo, destinado al descanso y disfrute de jóvenes interesados en la cultura y la naturaleza, según recoge la Enciclopèdia d'Eivissa i Formentera. La muerte del arquitecto -falleció en Barcelona el 15 de marzo de 1983 y sus restos fueron trasladados por voluntad propia al cementerio de Jesús-, supuso la puntilla para el proyecto.

Posteriormente, el Ayuntamiento de Sant Joan propuso convertir el inmueble en un centro de talasoterapia, pero nunca llegó a adquirirlo. Las últimas noticias sobre su posible remodelación se remontan al año 2017, cuando un estudio de arquitectos de Bruselas planteó la posibilidad de transformarlo en un hotel de lujo con conjunto termal. Sin embargo, al estar situado en un Área Natural de Especial Interés (ANEI) requería la declaración de interés general y el consistorio no se mostró partidario.