Lo único que une a Luisa y a Juan (nombres ficticios) es su adicción al juego. Él, 23 años, rubio y recién llegado a la isla. Ella, 48 años, morena e ibicenca. Él, ruleta y ella, tragaperras. Ambos esclavos de sus impulsos y víctimas de la proliferación masiva de salones de juego, la publicidad constante en los medios de comunicación y los créditos de fácil acceso con intereses por las nubes. Los dos visitan regularmente a Pepa Catany, psicóloga del Centro de Atención a las Drogodependencias(CAD). Luisa desde hace casi dos años y Juan desde el pasado noviembre.

La historia de Juan comenzó en familia. Su padre y su tío acostumbraban a ir de bares y a «echar unas monedas» en las máquinas. Juan era, muchas veces, su «mano de la suerte». «Te lo dicen tantas veces que, cuando ves que realmente ganas dinero, te acabas creyendo que tienes suerte», comenta Juan. «Lo peor que me pudo pasar es que la primera vez que jugué gané», continúa. «Eso me hizo clic. Tenía 15 años y lo que pensé de inmediato fue: en cuanto tenga 18 años me vengo y me saco un sueldo», recuerda el joven. «La suerte del principiante», agrega Catany. «Mucha gente empieza así, apostando las monedas del cambio del café. Si las primeras veces que juegas ganas, en tu cerebro se genera esa relación de ideas. Es el peligro del refuerzo positivo», agrega.

Un periodo inestable

Juan trabajaba desde muy joven, pero el dinero lo «manejaban» sus padres. «A los 18 años ya no me controlaba nadie el sueldo y empecé a jugar mucho», relata el joven. «Nadie se entera porque el dinero es tuyo. Ese fue el error, no tenía control», admite echando la vista atrás. Las discusiones por el dinero llegaron enseguida. Juan vivía con sus padres y se sentía controlado. «¿Qué haces con el dinero?» o «¿cómo puede ser que no ahorres nunca?», eran algunas de las preguntas más frecuentes. Por eso se fue. Estuvo cuatro meses en una casa, pero su creciente adicción al juego no le permitía hacer frente a los gastos y se mudó con su tío. Esta situación comenzó a volverse insostenible también y se fue a vivir dos meses con su hermana. Un tiempo después abandonó la casa familiar y se mudó con un amigo, luego a una habitación que alquilaba el jefe del restaurante donde trabajaba... «Durante esa época todo era inestabilidad. Me sentía fatal conmigo mismo y poco a poco me iba dando cuenta de que no era capaz de frenarlo yo solo. Era frustrante. Además, nadie sabía lo que me pasaba. No podía contárselo a nadie y me inventaba mil mentiras. Fue horrible», confiesa Juan.

Se reunía con sus amigos en la «rula», donde antes de que se diera cuenta se había gastado todo el dinero que tenía. «Mis amigos se llamaban ludópatas entre ellos de broma. Pero no sabían lo que significa realmente esa palabra. Yo sí, por mi padre y mi tío», dice. Cambió de residencia y decidió venir a Ibiza, donde buscaba alejarse del juego. «Pero volví a caer», confiesa. «Te creas una historia en tu cabeza para justificar que vas a volver a ir. Te dices: no pasa nada, no pasa nada, no pasa nada. Pero sí pasa. Porque vuelves al mismo círculo vicioso», continúa.

A punto de perder el coche por ponerlo de aval para un préstamo, con anticipos de sueldo cada mes y envuelto en cada vez más mentiras, Juan «no podía más». «Conocí a mi novia al poco de llegar a la isla y estuve viviendo con ella y con su madre, pero ninguna lo sabía», admite. La relación fue cada vez peor y decidieron dejarlo. «No podía seguir mintiendo, así que le conté a mi suegra todo lo que me pasaba y fue ella quien se lo contó a mi novia. Ahora estamos juntos otra vez», agrega el joven, que siente que su suegra se ha portado «como una madre» con él. Fue en ese instante en el que se sintió «libre».

Contador a cero

«Sientes libertad porque no te tienes que esconder y cuando tienes ganas de jugar puedes compartirlo y te apoyan y te ayudan a controlarte. Es lo mejor que pude hacer», dice convencido. A partir de ese momento comenzó la terapia con Catany. La semana pasada fue su tercera sesión, pero se le ve «convencido», asegura la psicóloga. «Reconocer el problema es lo más importante, mucha gente viene forzada por la familia, por el trabajo o por temas legales, pero cuando alguien lo decide por sí mismo, lo reconoce, lo asume y lo quiere dejar atrás, es un paso muy importante», añade la psicóloga. «Ahora no tengo esa angustia ni esa ansiedad, decir la verdad te libera», añade el joven.

Actualmente no gestiona su dinero, lo hace su suegra, es una de las primeras medidas de la terapia. «Mi sueldo lo cobra ella y me va dando dinero para gasolina, para tabaco y para el día a día. Yo le llevo luego los tiquet. Prefiero que sea así», informa Juan. Ante su «incapacidad» para controlar los estímulos, se «deben buscar controles externos en la familia o seres cercanos», añade la especialista.

Pérdida de control

«No sé como explicar bien la situación, es como una voz en tu cabeza que juega contigo. Sabes el problema, sabes lo que pasa y sabes cómo te sientes después. Te dices a ti mismo no puedo ir, pero acabas yendo. Te bloqueas y no ves nada más que eso, dejas de disfrutar las cosas y solo piensas en ir a jugar», relata Juan. «He vendido droga, he pedido anticipos, he solicitado muchos créditos y he mentido, siempre por lo mismo. Por eso ahora tengo muy claro que no quiero seguir así. Me juego mi futuro», asegura Juan.

Luisa comparte los sentimientos de Juan, al escucharle, dice, se siente «totalmente identificada». Su historia es un poco más larga. Hace ocho años que dejó la bebida, la otra adicción con la que ha tenido que lidiar. «Cuando empecé con la terapia para dejar el alcohol iba a los bares y me pedía un café o una Coca Cola. Estaba sola, así que empecé a jugar», relata. Al poco tiempo comenzó a sentirse observada y decidió cambiar los bares por los salones de juego. Allí todo son facilidades, dice: «Las máquinas aceptan billetes, hay cajeros automáticos, te ofrecen comida y bebida gratis... Y así pasas las horas y los días», añade.

Su nómina, de 1.200 euros, se la «fundía» en dos días. «Empecé a pedir todos los créditos y llegó un momento en que, según recibía el sueldo, debía pagar 1.000 en préstamos», continúa. Para mayor comodidad, Luisa vivía, y vive, en casa de su madre junto a su pareja. «No tengo que pagar casa, ni agua, ni luz...por lo que el dinero íntegro que ganaba era para el juego. Pero empecé a necesitar más y me daba miedo endeudar a mi familia. Las cifras eran ya enormes», confiesa.

Reconocer el problema

Así que decidió dar la voz de alarma y contárselo todo a su familia. Su madre, queriéndola apoyar, liquidó todas sus deudas. «Pagó 60.000 euros y me dejó limpia», recuerda Luisa. Sin embargo, al verse libre de cargas, la voz que la tentaba volvió a su cabeza. «Y volví a caer», añade. «Volví a gastarme mi sueldo y volví a pedir créditos. Luego pedía otro crédito diciéndome que era para pagar el anterior, pero nunca pagaba ninguno y las deudas se me volvieron a ir de las manos», confiesa. «Muchas veces, aunque los familiares traten de ayudar, ese colchón que reciben los adictos en forma de dinero o apoyo sin límites no es lo que mas les conviene. Por eso se recomienda que, si se va a apoyar económicamente, se haga con una serie de condiciones de devolución. Así se hacen responsables de sus errores, aunque sea poco a poco», informa Catany.

Viéndose de nuevo en el círculo del que trataba de salir, Luisa comenzó a ir a terapia y actualmente destina 900 euros de su sueldo a pagar sus nuevas deudas. «Los otros 300 me los administra mi pareja. Así yo no toco el dinero», añade. Se siente culpable con su familia y no puede reprimir las lágrimas al pensar en lo ocurrido. «Mi familia me ha ayudado mucho y siento que estoy en deuda con ellos», confiesa.

«Es un combate diario», asegura. Para Luisa, no ha habido un día en el que no se le haya pasado por la mente algo relacionado con el juego. «Al principio solo pensaba en jugar. Ahora veo a la gente jugando y no quiero estar en su lugar porque me da miedo, sé lo que viene después. El pensamiento ha cambiado, pero aun así no hay ningún día en que no piense en el juego», asegura. Dejar el alcohol le fue muy difícil, pero la adicción al juego es «peor», opina. «Cuando estaba dejando el alcohol me daban una pastillas que, si las mezclaba y bebía, me sentía fatal. Al día siguiente tenía que beberme una cerveza para controlar los temblores y todo el rato repetía la historia. Pero era un círculo de dolor y malestar físico», recuerda la ibicenca. «Sin embargo, la adicción al juego no te provoca nada físico, es todo mental. Te machaca, te come por dentro y por fuera no se ve. Para el resto de la gente estás bien. Es una adicción silenciosa», agrega.

Sentirse mejor

Desde que comenzó la terapia su «estado de ánimo es mejor» y su autoestima ha subido. «Es una lucha diaria que merece la pena», asegura. El dinero que no gasta le sirve para irse de viaje una vez al año junto a su pareja. Este año visitaron Lanzarote. «Antes no podía viajar o tenía que ser de la forma más barata posible porque no tenía dinero nunca, me lo jugaba todo. Ahora ese dinero lo disfruto», comenta. Cada día pasa por delante de la puerta del lugar donde solía jugar porque prefiere enfrentarse a ello a «cambiarse de acera», como hacía antes. «Ya no me escondo. Ya no me da vergüenza decir que tengo un problema de adicción al juego, que lo estoy intentando superar y que vengo al psicólogo para que me ayuden. Antes sí», agrega.

La conversación finaliza y ambos parecen contentos con el resultado. Se han sentido a gusto para hablar y se comprenden mejor que nadie. «Tienen que sentirse muy orgullosos del gran trabajo que están haciendo. Pedir ayuda requiere de mucha valentía», agrega Catany contenta. Antes de salir de la habitación, Juan aprovecha el encuentro para aconsejar a las personas con ludopatía «que se graben cuando estén jugando». « Ya sea en las tragaperras, en la ruleta, el bingo o donde sea. Que vean cuando entran, que se fijen en su estado de ánimo y en cómo va cambiando poco a poco, cómo se van alterando...Incluso tus movimientos delatan tu ansiedad. Te das de bruces con la realidad, es bastante efectivo», concluye el joven.