Hermanastra de la fotografía y a medio camino entre la carta y el telegrama, la tarjeta postal revolucionó el correo porque permitía enviar imágenes y textos abreviados sin el engorro de escribir largos manuscritos. Utilizábamos la postal para felicitar los cumpleaños o las navidades y, sobre todo, para dar señales de vida, a vuela pluma y a salto de mata, cuando andábamos de viaje. El hecho de que la tarjeta postal incluyera la imagen de un determinado lugar nos permitía decir: «¡Estoy aquí!, ¿qué te parece?».

En su éxito también tuvo que ver su módico franqueo, menor que el de una carta. En los años 50 y 60 era una costumbre arraigada el intercambio de postales que se tenía como signo de modernidad y despreocupación, no en vano prescindía de la sagrada privacidad que procuraba el sobre en las cartas.

Conviene recordar que violar la correspondencia estaba considerado un delito de manifiesta gravedad. La postal, contrariamente, por primera vez dejaba a la vista querencias y pensamientos. Pero todo tiene su tiempo. También a la postal le llegó su declive y pasó a tener el uso residual que le damos hoy. Con los nuevos medios de comunicación, la postal en nuestros días es casi un objeto de coleccionismo, aunque no se le puede negar cierto valor documental cuando sus imágenes y mensajes nos descubren costumbres y modas que hoy son sólo memoria.

A pesar de su mirada estereotipada, típica y tópica, es innegable que la postal aporta elementos de análisis de interés. Especialmente en ámbitos turísticos como Ibiza y Formentera, donde precisamente las postales constituyen un fondo gráfico variopinto que nos descubre la acelerada y radical mutación que han experimentado las islas y las formas de vida de quienes vivimos en ellas. Son motivos sobrados para comentar el papel que han tenido y que todavía tienen.

Latinajo

Como curiosidad, valga decir que la palabra postal proviene del sufijo 'al' (relativo a) y 'post' del latín vulgar postum y positum, puesto, destino. Postal significa, por tanto, 'con destino a'. La tarjeta postal que la mayoría de nosotros hemos conocido se creó a principios del siglo pasado con fines comerciales: un fotógrafo, a partir de su punto de vista y de las imágenes que captaba, las editaba por sí mismo o por mediación de una empresa que las ponía a la venta. Pero esta comercialización corresponde a una etapa tardía. La primera tarjeta postal fue un invento oficial de las administraciones de Correos.

Era un tarjetón de cartulina que en una cara incluía el sello y espacio para anotar la dirección del destinatario, dejando en blanco el dorso para que se pudiera escribir el correspondiente mensaje. Es a finales del siglo XIX, con la mejora de los métodos de impresión, cuando aparece la tarjeta postal ilustrada, impresa y editada por la industria privada. La Unión Postal Universal determinó que su tamaño fuera 9 x 14 cm., que después se amplió y pasó a ser de 10,5 x 15 cm.

En nuestros días, el servicio de correos las admite de varios tamaños que pueden exigir distinto franqueo, lo que quiere decir que se siguen editando y vendiendo, especialmente en enclaves turísticos como el nuestro. Las encontramos en los expositores que exhiben las librerías, los quioscos de prensa y hoteles.

Lo curioso es que, por lo general, ya no las compramos para darles el uso que les era propio. Las adquirimos, las más de las veces, porque ofreciéndonos una extraordinaria calidad de impresión, nos atrae determinado paisaje; o porque nos descubren rincones que conviene visitar; o porque nos dejan un recuerdo de lugares a los que no podremos volver; o las compramos, sencillamente, -yo lo hago con cierta frecuencia-, para utilizarlas como punto de libro.

Las más antiguas

Las postales más antiguas que recuerdo eran de tres tipos. La mayoría de ellas venían ilustradas en blanco y negro con argumentos folklóricos, paisajes y monumentos; las había también para felicitar las Pascuas con belenes y demás motivos navideños que rezaban el preceptivo «¡Feliz Navidad y próspero Año Nuevo!»; y abundaban, finalmente, unas tarjetas coloreadas en melancólicos sepias y amarillos, en melifluos rosas y leves azules, que mostraban motivos florales y parejas amarteladas.

Estas últimas eran de un subido kitsch, de una estética cursi y hortera que daba grima. A la fototípia y la cromolitografía de los primeros tiempos siguió el huecograbado que permitió grandes tirajes. Un detalle que hoy es de gran ayuda para el estudio de las postales fue la regulación que tuvieron a partir de 1958: todas las tarjetas debían llevar en su reverso, tras el número de Depósito legal, el año de edición o, en su defecto, un número romano que tomaba el 1957 como año cero, de manera que una postal con un 'I' era de 1958, con una o 'V' de 1962 y así sucesivamente. Y aquí lo dejo. Queda por hacer un estudio comparativo entre lo que, desde el punto de vista documental, han significado las postales en comparación con las fotografías. Y no nos vendría mal un estudio de las distintas familias y tipologías que a lo largo del tiempo han tenido nuestras entrañables postales, un trabajo que nos aportaría interesantes detalles de los tiempos que nos han traído a los que ahora vivimos.