Nada se parece tanto a un altar como una tumba. (Alfred de Musset)

Por la mañana, en los días soleados de otoño, la luz se filtra entre el tupido manto de pinos que envuelve la capilla de ses Roques Altes, sometiéndola a un claroscuro entre sombras que haría las delicias de El Greco. Este pequeño oratorio, próximo al monte Sa Talaia, fue erigido unos meses después del trágico accidente de avión -uno de los más importantes en la historia de la navegación aérea española-, que costó la vida a los 104 pasajeros y tripulantes que viajaban a bordo.

Ocurrió el 7 de enero de 1972, a mediodía, cuando la cumbre de ses Roques Altes, situada a 325 metros de altitud, se hallaba envuelta en una niebla densa. En el instante en que el piloto se disponía a iniciar la maniobra de aterrizaje, interpretó erróneamente los datos del altímetro y el Carabelle se estampó con la cumbre, partiéndose en dos mitades. Una de ellas rodó hecha añicos por la falda del monte y el resto quedo diseminado por todo el bosque que se asienta en la cima.

Buena parte del pasaje regresaba a la isla tras pasar las fiestas navideñas con sus familias de la península. El avión despegó de Madrid con solo 26 pasajeros e hizo escala en Valencia, donde subieron los 80 restantes. Cuando el aparato perdió la comunicación con la torre de control, sobrevolaba sa Conillera, así que incluso partieron varias lanchas con voluntarios hacia el islote para tratar de localizar supervivientes.

Sin embargo, fue un vecino de Cala Vedella, José Ribas, Pep d'en Prim, quien observó cómo el avión se perdía entre la bruma y a continuación se producía una brutal explosión. Pep subió al monte y, ante un panorama dantesco sin supervivientes, salió corriendo hacia Sant Josep para avisar a la Guardia Civil. 200 soldados, voluntarios y guardias pasaron días terribles recogiendo restos humanos y fragmentos de avión.

Entre los fallecidos, trece pitiusos y veintiséis vecinos de la localidad valenciana de Algemesí. La mayoría de estos últimos formaban parte de las cuadrillas de obreros que erigían hoteles con frenesí para la incipiente industria turística. También había nueve niños y dos extranjeros.

Reliquias

Hoy, cuando están a punto de cumplirse 48 años de la tragedia, alguien podría pensar que la capilla de ses Roques Altes se halla sumida en el abandono y que se ha dejado engullir por el bosque. Nada más lejos de la realidad. Su altar constituye el epicentro del oratorio y se halla repleto de ramilletes de flores naturales y artificiales, macetas con plantas, botes de cristal llenos de pequeñas piedras, imágenes de la virgen, velas, pulseras y múltiples objetos personales.

Al pie de las cuatro placas de mármol, grabadas con los nombres y apellidos de todos los pasajeros, hay también un par de urnas funerarias. Tal vez contienen las cenizas de algún familiar de los fallecidos, cuya última voluntad fue permanecer a su lado en tan inhóspito enclave.

Sorprende encontrar, en el lado izquierdo de la capilla, un montón de chatarra. Son los fragmentos de fuselaje y motores que los excursionistas aún hallan en mitad del bosque. Aquí los depositan, con el mayor de los respetos, y al pie del altar alguien ha dejado una botella de aguardiente y un vaso de plástico. Como invitando al transeúnte a brindar por el alma de los difuntos.

El oratorio escondido

La capilla de ses Roques Altes no se encuentra por casualidad. Hay que saber donde se ubica, pues no existe señal que indique su paradero. Se parte de una plazoleta sin asfaltar próxima al camino que sube a sa Talaia. El lugar se abre a los campos escalonados del entorno y sirve a los cazadores para estacionar sus coches. Entre los pinos de uno de sus extremos, un pequeño escalón marca el inicio del sendero que conduce hasta el oratorio. Solo hay que caminar unos pocos metros para alcanzarlo y está precedido por un viejo horno de cal que no se utiliza desde hace mucho. Al parecer, numerosos familiares de los fallecidos, incluso de fuera de la isla, aún visitan el enclave con regularidad.