Luces (carísimas) , cámara y acción. Las Navidades ya están aquí, en la calle, en las casas y en los puestos de trabajo, pero, sobre todo, en los escaparates de todas y cada una de las tiendas de la isla. Pero, ¿qué tiene diciembre además de niñas y niños vestidos de reno, alegres villancicos, luces navideñas, comida y bebida a raudales y regalos? Tiene nostalgia; tiene emoción; tiene recuerdos, familia, abrazos, reencuentros. Tiene vecinos. Situaciones complicadas. Falta de trabajo. Tiene hambre, frío y miedo. Tiene niños y niñas tristes. Tiene padres y madres preocupados por no llegar a fin de mes. Tiene miseria y exclusión. Tiene calle, adicciones y abandonos. Por raro que parezca, fin de mes no entiende de fiestas. Ni de Navidad tampoco.

Son las 10 de la mañana y los primeros usuarios de Cruz Roja Ibiza empiezan a llegar hasta la sede. Es jueves, día de banco de alimentos, y los que llegan hacen una cola más o menos ordenada para esperar su turno. Los primeros se sientan y charlan. El resto espera de pie. Entre la multitud hay personas mayores, gente de mediana edad y jóvenes. Hombres, mujeres y niños de nacionalidades diversas. Cada uno con una historia, pero todos con «necesidad», asegura Mariam (nombre ficticio), usuaria de la asociación.

Entre historias de vecinos

Nacida en Marruecos y residente en la isla desde hace más de 24 años, es la primera vez que Mariam se ve en la necesidad de recurrir a Cruz Roja en busca de ayuda. «Hasta ahora me las he apañado para no tener que venir, pero ya no puedo más», asegura con un hilillo de voz. Vive en Santa Eulària con sus dos hijos, de 18 y 15 años. Ambos estudian, mientras Mariam se las ingenia para encontrar otro empleo cada vez que finaliza uno de sus contratos. «He trabajado como camarera de pisos mucho tiempo y en muchos sitios, pero cuando te tienen que hacer fija te despiden. Así funciona», asegura.

Ahora tiene un nuevo trabajo, limpiará en un colegio del municipio donde vive y espera «llegar a cobrar 1.000 euros». Teniendo que pagar 800 euros por la vivienda, no le queda «otro remedio» que acudir al banco de alimentos. «Sólo con que me ayuden con la leche ya es mucho. ¡Mis hijos beben mucha leche!», comenta mientras afirma que a ella también le gusta tomarse «un café de vez en cuando». Horas extras y preocupación es lo que conoce Mariam desde que su marido la abandonara en 2007, y aún así sigue sonriendo. «Siempre he sido muy tranquila, prefiero ir por la vida con una sonrisa aunque por dentro me esté desangrando», comenta sosegada. Alquiler, agua, luz, teléfono, comida, libros, ropa y ahora excursiones. «Mi hijo hace muchísimo que no va a una excursión del colegio, pero es muy caro y no puedo permitírmelo. Me da mucha pena», agrega.

Flor también espera su turno en la cola junto a su nuera y a algunos de sus nietos. Actualmente vive con su madre, sus tres hijos (de 22, 21 y 15 años), su nuera y sus tres nietos, todos pequeños. El único sueldo que entra en casa es el suyo y cobra 1.300 euros, aunque tan solo en verano. «Soy fija discontinua en un restaurante, pero ahora está cerrado», relata. El dinero le dura apenas unos días. «Siempre voy empeñada», comenta angustiada. «La tienda de debajo de mi casa me fía y nada más cobrar paso a saldar la cuenta. Y así con todos los que me prestan dinero», comenta mientras dice que se ha visto en situación de pedir dinero «muchas veces» a sus amigos para «comprar pañales». La vivienda en la que habita es de protección oficial, pero aun así se ve incapaz de pagar el alquiler. Uno de sus hijos ayudaba en casa con su sueldo, sin embargo, hace unos meses que sufrió un accidente con la moto y «no puede trabajar». El mayor, padre de sus tres nietos, sufre de depresión agresiva, como lo cataloga Flor. «Intentamos que trabaje pero no puede. Necesita atención psiquiátrica, que no puede recibir al no estar empadronado», informa. Hace un año que decidieron empezar una nueva vida en Granada, «donde el coste de vivir es más barato», pero el plan no salió bien y tuvieron que regresar. Para empadronarse de nuevo requiere de un recibo del pago del alquiler pero, por ahora, para Flor es imposible. «Vendremos también a Cruz Roja a por algunos regalos de Navidad para los niños», agrega mientras recoge las bolsas con arroz, tomate, atún, sardinas, galletas, verduras, algo de fruta y leche, un producto que todas las madres valoran mucho.

Le puede pasar a cualquiera

Entre los asistentes también está Manuel (nombre ficticio). Tiene 47 años y, aunque de Valencia, reside en la isla de «toda la vida». Manuel se marchó a la península a trabajar una temporada. El contrato se acabó y volvió a Ibiza, donde con el dinero ganado no se puede permitir alquilar una habitación y vive en una caravana. «He pedido el paro, pero ha habido un lío con los papeles y hasta febrero no cobraré el mes entero», informa. Por eso recurre a Cruz Roja, aunque no está «muy de acuerdo». «Es la primera vez que recurro a una asociación por necesidad y no considero que sea de gran ayuda. Claro, es mejor que nada, pero no deberíamos de estar en esta situación ninguno. Ese es el problema», asegura. «Creo que el hecho de tener que venir aquí a que te den alimentos te destruye la moral», agrega convencido. «La sensación que hay es de frustración», concluye.

Joyce tiene 44, es brasileña y vive sola con sus hijos de 4 y 8 años. Hace un año que se divorció de su marido y, desde entonces, no recibe ninguna pensión. Trabaja como cajera y cobra 1.020 euros al mes, pero solo de hipoteca paga 800 euros «según empieza el mes», comenta. Acudió a Cruz Roja al banco de alimentos y le están ayudando también con la vivienda. «No puedo estar más de dos meses sin pagar la hipoteca porque me envían una carta de desahucio. Por eso dejo de pagar un mes y pago el siguiente... así estoy siempre», denuncia cansada. Recibe una ayuda del Estado de 25 euros al mes por cada niño, algo, «muy útil», comenta irónica.

También está Paula, que es colombiana y llegó a la isla hace ocho meses por la dura situación a la que se enfrenta su país. Su marido ha trabajado en la obra durante el verano y su jefe todavía le debe un mes y medio de sueldo. «Sin papeles, tienes que trabajar en negro y te arriesgas a estas estafas», comenta angustiada Paula, que cada día está a la «caza» de que alguien le ofrezca un trabajo «por horas» como limpiar o cuidar ancianos o niños. El matrimonio comparte una casa en Sant Antoni con otra familia de inmigrantes colombianos. Duermen en una habitación con su hijo, de 13 años, por la que pagan 600 euros. Para ellos y un largo etcétera tampoco será una Navidad feliz, a pesar de las luces, los villancicos y, tal vez, el turrón.