Su madre con una camiseta blanca. Muy grande. Y su padre poniéndole un cuchillo en el cuello y preguntándole a ella, hija de ambos, si la mataba. Ése es uno de los primeros recuerdos de infancia que guarda una mujer que vivió, durante sus primeros cinco años de vida, en un hogar en el que su padre maltrataba a su madre. Ella tiene ahora algo más de 30 años, está casada y es madre, pero aquellos cinco años siguen en su cabeza. «Eso que se dice de que los niños pequeños no se enteran de nada es completamente mentira. Te enteras de todo. Mis primeros recuerdos son palizas de mi padre a mi madre», comenta mientras disfruta de un rato en la lavandería. Le gusta. Es su momento de desconexión. Con su madre amenazada por un cuchillo que empuñaba su padre, ella no hacía más que repetir que no la matara. Que su madre era buena. Que la quería mucho. Que no la matara. «Intentas mediar lo que puedes, pero yo era muy pequeña y para mí aquel hombre era un gigante», explica. (Mira aquí las imágenes)

Recuerda ir a casa de la vecina -«tenía dos perros»- cuando su padre pegaba a su madre, y decírselo con la esperanza de que llamara a la policía. Su madre intentaba, cuando intuía que se avecinaba otra paliza, apartarla de aquello, dejarla jugando en el piso de abajo. «Una vez se me ocurrió subir a mi habitación y la estaba violando», indica. Otro día, ella y su padre fueron a ver a su madre actuar en una obra de teatro. En una de las escenas, ella estaba sentada en un banco y el actor que hacía de su pretendiente le daba un beso en el brazo. «Agaché la cabeza», rememora: «Mi padre me sacó de allí corriendo, fuimos a casa de mi abuela y comenzó a dar golpes, a tirarlo todo. Él gritaba que era una puta y yo le decía que era mentira, teatro, como en las películas, que mi madre le quería a él. Pero no había forma, seguía rompiéndolo todo». Su abuela paterna, que había hecho teatro, trataba de tranquilizarle diciéndole que aquel beso era mentira, pero al mismo tiempo decía que igual no tendría que haber hecho aquella escena. «Intentaba calmarle, pero le justificaba», concluye.

Un día, mientras su madre sufría una de aquellas palizas, la pequeña se hizo sangre en la nariz. Al verla, la agresión se detuvo hasta que su madre la curó. «Descubrí que si me hacía sangre, mi madre salía de ahí. Era una técnica fantástica. Paraba un rato los golpes», comenta.

Durante años, pensó que todo eso eran pesadillas, imágenes fruto de la imaginación. No se percató de que no eran fantasías sino recuerdos reales hasta un tiempo después de que su madre, consciente de que ella y la pequeña podían acabar muertas, se fueron de la isla. Ellas se marcharon a Mallorca. Él se quedó en Ibiza. Aquí, ella había estado yendo a la guardería -«jugábamos a los Power Rangers y siempre había peleas porque yo quería ser la amarilla y otra niña también»- y al llegar allí su madre le dijo que cuando quisiera la apuntaba al colegio. Ella seguía viendo a su padre. Su madre le compraba los billetes de avión y ella volvía a la isla a pasar unos días: «Él siempre me preguntaba qué hacía mi madre y siempre la insultaba cuando la llamaba». En esas visitas, su padre se le presentaba como un «tío fantástico que le caía bien a todo el mundo» y aquella niñita llegó a preguntarse si su madre habría hecho algo mal y por qué no quería a su padre. «Un día me enfadé con ella y le grité que quería ver a mi padre porque le quería más a él. Entonces la pobre reventó, se puso a llorar y me explicó lo que le había hecho mi padre», explica. Y fue en ese momento cuando su cabeza ató cabos. No había soñado las agresiones, la violación y los golpes. No eran pesadillas, eran recuerdos.

Regresar a Mallorca después de aquellas visitas no era fácil. Muchas veces su madre llegaba al aeropuerto y esperaba, en vano, verla aparecer por la puerta de llegadas. No le quedaba otra que comprarse un billete y venir a Ibiza para recogerla. «Aquello era un castigo para mi madre», indica la joven, que, ya adulta, entiende lo crudo y lo difícil que era para su madre «plantarse delante de alguien que casi la mata un montón de veces» para llevarse a su hija a casa. «Ella encogía diez centímetros cada vez que tenía que enfrentarse a eso».

Ella siempre ha querido creer que su padre podía ser una buena persona: «Que me iba a querer a pesar de que a mí también me ha pegado, de verle violento, de saber que ha pegado a todas sus novias. Pensaba que era responsabilidad mía darle una segunda oportunidad».

«Un control absoluto»

Su padre empezó a maltratarla con alrededor de quince años. Cuando decidió regresar a Ibiza para vivir. Hasta entonces, sus visitas eran en vacaciones de verano, en Navidad. La llevaba a todas partes. Y le presentaba a sus amigos. «Era muy gracioso y agradable. Y todos me decían que era el mejor amigo que podían tener», recuerda. Ya instalada aquí, con él, todo cambió. «Era un control absoluto. No iba a trabajar para espiar qué estaba haciendo. Yo era rebelde y a veces me iba de clase», indica. Por aquella época de instituto, siempre tenía la pierna izquierda morada de los puñetazos que le iba dando en el coche, durante todo el trayecto, hasta llegar a casa. No era el único maltrato al que la sometía. Ella debía encargarse de la limpieza de la casa: «Si pensaba que no había limpiado bien cogía una botella de aceite de las de cinco litros y rociaba con ella toda la casa para que tuviera que volver a limpiarlo todo». A veces, recuerda, él se quedaba dormido en el sofá y la agarraba del brazo -«roncaba, pero seguía apretándome»- durante horas. Horas en las que ella no se atrevía a moverse. «¿Despertarle y enfadarle cuando ya me había pegado en el coche y llevarme una paliza? Ni de broma», indica. Aún hoy, por pequeña que sea la cama, duerme pegada al borde.

Y le ha costado mucho conseguir que su marido pueda abrazarla estando en la cama. Nunca le contaba nada de todo esto a su madre. «No quería que cargara con más culpas. Sabía que ella se iba a sentir culpable», justifica mientras la avisan de que se ha acabado una de las lavadoras. «Hay amigos que me preguntan qué hago un sábado por la tarde en la lavandería, pero a mí me encanta», comenta con su voz dulce antes de continuar con el relato. Con el detonante que hizo que tomara la decisión de marcharse de la isla y regresar con su madre.

Era una tarde de finales o principio de verano. No lo recuerda muy bien. Pero era ese momento del año en el que cambiaban las normas de la compra de tiques para el autobús. Iba a subirse, pero el conductor le explicó que debía adquirirlo en la central, que estaba a unos metros. Se la pasó de largo y, cuando regresó, el autocar ya se había marchado. Llamó a su padre para explicarle que lo había perdido. «Tardó nada en llegar. Quizás diez minutos. Hasta que no regresó de nuevo el autobús, que pasaba cada hora, estuvo pegándome en la calle, estirándome del pelo y mandándoles mensajes a los chicos que aparecían en mi teléfono -'qué bien nos lo hemos pasado', 'qué bien hemos estado hoy'- para descubrir con quién había estado porque era una inútil y una puta como mi madre», indica. Esas ocho palabras las tiene grabadas en su cabeza. «Como un eco que retumba todavía», apunta. La calle, asegura, estaba llena de gente. Pero nadie hizo nada. Sólo mirar. Cuando regresó el autobús, su padre le preguntó al conductor si, como ella le decía, había ido a la parada a la hora. La joven aún recuerda la cara del hombre que la había enviado a comprar el tique a la central al verla allí despeinada y roja e hinchada por los golpes: «Le dijo que sí. Y eso le dio más rabia porque como yo tenía razón sentía que lo había dejado en ridículo». La siguió pegando de camino a casa. Y en casa. Llamó a su abuela para que le pidiera a su tío que la recogiera. Quería regresar con su madre: «Aprovechaba que me tiraba al suelo para recoger los zapatos. O que me arrojaba a la cama para meter el pijama en la bolsa. Aunque suene extraño, hice la maleta en mitad de una paliza súper tranquila porque me estaba yendo». «Llega un momento en el que dejan de dolerte las tortas, que te peguen. Lo que te duele es que esté ocurriendo, no lo que está ocurriendo. Tienes el cuerpo tan amoratado que te da igual. Que te estén pegando cuando no has hecho nada es lo que te está destrozando», continúa.

Desde entonces, ha venido a la isla cada vez que ha tenido que hacerlo. Le gustaría visitarla más, pero no quiere tener que soportar las presiones y las peleas por si ha visto más a otra persona que a él o porque no pasa todos los minutos de esa visita con él. Cada vez que ha venido se ha pasado, antes, una semana sin dormir y con un nudo constante en la garganta por si decía o hacía algo que pudiera incomodar a alguien. Él también ha ido a visitarla. Cuando estaba a punto de nacer su hijo. Ella y su madre fueron a recogerlo al aeropuerto. Reconoció, de nuevo, esos diez centímetros que encogía su madre cuando tenía que venir a buscarla de niña. Y se dio cuenta de que también ella había menguado esos diez centímetros. «No era agradable, pero no sabía decirle que no quería que viniera a conocer a mi hijo», explica. Sí lo hizo para su boda. A la que no fue: «No estaba invitado, pero les dije a mis amigos que si venía, aunque yo me ablandara, no le dejaran entrar. Es tóxico, hace daño».

Un eco de 27 años atrás

Hace casi cinco años dijo basta. Vino a la isla porque su abuelo estaba muy enfermo. Con su hijo, que tenía cinco años, delante, le gritó, le empujó y le pegó un cabezazo. Delante del pequeño. Le dijo que cogiera la chaqueta, se la pusiera y se fueron de allí. No quería que su hijo tuviera los mismos recuerdos que tiene ella. Aquellos que pensaba que eran pesadillas. Le dijo que su relación estaba acabada: «Mi hijo me preguntó si había hecho algo mal, porque si un padre te pega es porque has hecho algo mal. Fue un eco de 27 años atrás». Sólo vio a su padre una vez más después de aquello. Para el funeral de ese abuelo que estaba enfermo. Su novia, con la que le dijo que se iba a casar, le pidió que el pequeño pasara la noche con ellos. «Ella me dijo que iba a estar también su hijo y me prometió que el niño iba a estar perfecto. Me dio su teléfono para que llamara, si quería. Volví a pecar y dejé que se quedara», explica. Esa noche no durmió nada. Temía que no le devolviera al niño, como no la devolvía a ella cuando, de pequeña, venía a pasar unos días. «Entendí tanto lo que pasó mi madre... En mi caso era sólo una noche y en la misma isla», indica antes de confesar lo culpable que se siente al recordar cómo discutía con ella por aquellos viajes para ver a su padre y al pensar que ella es la causa de que su madre tenga aún en su vida a su maltratador. De ello han hablado muchas veces ella y su madre. Menos con sus hermanos, pequeños, que no vivieron los malos tratos pero que conocen toda la historia y que la han visto «llorar y explotar mil veces». Con el resto de la familia es complicado. Le cuesta entender que algunos vieran a su madre, en comidas familiares, con un ojo morado y nadie pensara que su marido le hubiera dado un puñetazo. «O peor aún, que lo supieran y pensaran que se lo merecía», reflexiona.

Le encantaría poder decir que ha pasado página. «Pero no es así». Sus amigos, explica, la definen como «la persona más feliz siendo infeliz» que conocen. Le gusta. Lucha todos los días contra ese eco de las palabras de su padre: «Eres una inútil y una puta como tu madre». Está convencida de que todo lo que ha vivido la ha hecho más fuerte, ser «más peleona» y la ha inmunizado contra las «tonterías». Todo eso, indica, lo nota su pequeño, que la anima a llorar cuando está agobiada y que le pone «vídeos de perritos y bebés» cuando no le salen las lágrimas. Eso, confiesa, le duele. A veces piensa que le gustaría que fuera «un niño caprichoso que se enfada porque no tiene la misma consola que sus amigos». Por lo que ello significaría. No cree que el «monstruo» se vaya ya nunca de su lado «por muchas mañanas que pasen y por muy bonito que sea todo». Incluso cuando todo le va bien sigue escuchando esa voz, explica mientras la avisan de que ha acabado otra secadora. Aún hoy recuerda el olor a sangre de cuando se rascaba la nariz para que las palizas a su madre parara unos momentos. Le ha costado mucho trabajo quitarse ese tic, pero todavía, cuando se pone nerviosa, se rasca la nariz.

Las imágenes

De la Escola d'Arts a las páginas de Diario de Ibiza

Las imágenes que ilustran este reportaje las han hecho alumnos de la Escola d'Arts dentro de un proyecto de concienciación sobre la violencia machista desarrollado por Susana Martín, profesora del centro que imparte clase a los estudiantes del ciclo formativo Asistente al Producto Gráfico Impreso. Las fotografías se exponen en el centro y las últimas semanas han invitado a alumnos de otros institutos, que las han visto y, además, han dejado mensajes explicando qué les sugieren.