No habrá usted visto nunca un reflejo metálico más brillante que el que emite su caparazón, pero no podrá usted juzgarlo hasta mañana. Entre tanto, intentaré darle una idea de su forma». 'El escarabajo de oro' es un relato de Edgar Allan Poe en el que el gótico escritor se deja seducir por esa belleza dorada, iridiscente y mineral que tienen las corazas de muchos escarabajos. Ese brillo metálico surge, concretamente, de la epicutícula del animal, formada por ceras y lipoproteínas, donde miles de placas se doblan y distribuyen en diversas direcciones para reflejar de distinta manera la luz que les llega. A simple vista, el caparazón de los coleópteros parece una superficie lisa, bruñida y sencilla, pero, al microscopio, el panorama es bien distinto.

El escarabajo del romero ( Chrysolina americana) es un buen ejemplo, y muy común, de esta propiedad iridiscente de algunos insectos. Es un pequeño coleóptero de apenas un centímetro de longitud que destaca sobre el romero y la lavanda, sus dos principales plantas nutricias. De hecho, el comercio internacional de estas dos plantas para decorar jardines ha provocado que la especie se extienda por buena parte del mundo y que haya sido vista, en los últimos años, en países del norte de Europa donde antes era desconocida.

A pesar del nombre de la especie, el escarabajo del romero es propio del sur europeo, el norte de África y Oriente Próximo, de un clima seco y mediterráneo. El naturalista Xavi Canyelles, todo un experto en insectos, señala que este pequeño escarabajo se considera autóctono en Balears, donde fue introducido probablemente muchos siglos atrás (fue descrito científicamente en 1758). Y destaca Canyelles que en Ibiza existe una variedad del género Chrysolina que ha sido clasificada como endémica, con el nombre de C. bankii ibicensis. Se trata de un escarabajo muy similar en tamaño y forma, pero mucho menos abundante y de un uniforme y también refulgente color cobrizo.

Ocho franjas

La especie C. americana se caracteriza por las ocho franjas longitudinales, de un granate cobrizo, que atraviesan sus élitros dorados. Todo él refleja ese intenso tono verde brillante que sólo puede describirse correctamente si se recurre, precisamente, a los escarabajos iridiscentes, los escarabajos joya, aquellos que tienen ese inconfundible oro verde que todos los ilustradores querrían conseguir para sus dibujos de dragones. Las zonas doradas están marcadas, asimismo, con unas hileras de puntos, como agujeros hechos con aguja, que son característicos de la especie, así como lo son sus antenas divididas en flagelómeros.

Cuando entra el otoño, estos relucientes insectos aún están en su etapa de fecundación. Y cuando avance el frío, detendrán su actividad y permanecerán escondidos bajo las hojas esperando a que vuelva a cambiar la temperatura.

Las larvas se soltarán de la planta para dejarse caer a la tierra, donde se enterrarán para transformarse en pupa y regresar a la superficie, tres o cuatro semanas más tarde, convertidos en lustrosos escarabajos de color cobrizo y verde amarillento. Para encontrarlos, sólo hay que buscar en las plantas de lavanda y romero.

La clave: El dominio de la luz

Los colores brillantes que pueden verse en muchos escarabajos son el resultado de la incidencia de la luz sobre las finas y diminutas placas de su cutícula. En estos casos, en lugar de usar pigmentos, los animales modifican las estructuras microscópicas de sus caparazones (algunas aves lo hacen con las plumas) para interferir con la luz y jugar con los colores, creándolos. A esto se le llama coloración estructural y, aunque parezca increible, a menudo funciona como un camuflaje ante posibles depredadores; la superficie brilante de los escarabajos refleja el color de la vegatación circundante, lo que sirve para mimetizarse con el entorno, y no hay que olvidar que esos depredadores no ven el mundo con los ojos de un ser humano.