A 15 millas al sudeste de Ibiza emerge el monte submarino Ausiàs March. En realidad, lo de emerge es un decir: su cumbre (una cima tabular) no está a la vista, sino que se encuentra a entre 86 y 115 metros de la superficie del mar, donde apenas llega la luz. Poco se conoce de esa montaña de 264 metros de altura. Una docena de científicos embarcados en el buque 'Ángeles Alvariño (del Instituto Español de Oceanografía) tratan de desvelar tanto la composición geológica como la fauna que habita en sus laderas, en una campaña que comenzó el pasado 10 de octubre y que se prolongará hasta el último día de este mes. Además de en el Ausiàs March, las investigaciones abarcan también los montes Emile Baudot (más al este, tiene 600 metros de altura y le separan de la superficie entre 94 y 150 metros) y ses Olives (al este de las Pitiüses; tiene 375 metros de altura y su cima, también tabular, se halla a entre 225 y 290 metros de la superficie del mar), todos ellos ubicados en el Canal de Mallorca. (Mira aquí todas las imágenes)

Se trata de la segunda expedición del proyecto Life Intemares (la primera tuvo lugar en el verano de 2018 y en ella se describieron unas 160 especies), cuyo objetivo es cartografiar esos abruptos fondos (de unos 1.870 kilómetros cuadrados) y describir sus hábitats y comunidades biológicas, como crustáceos, cefalópodos, bivalvos, estrellas de mar, ofiuras, erizos, peces, algas... La impulsora de este proyecto, la Fundación Biodiversidad (del Ministerio para la Transición Ecológica), usará toda esa información para proponer la declaración de esos montes como Lugar de Importancia Comunitaria (LIC) dentro de la Red Natura 2000. Ignacio Torres, su subdirector, confía en lograr la declaración en un máximo de dos años (en 2020 tendrá lugar la tercera y última campaña). Si se consigue, el siguiente paso será presentar un plan de gestión, que cree que estará listo en tres años y para el que considera absolutamente necesario contar con el consenso de las partes implicadas, entre ellas las cofradías de pescadores y los armadores, por tratarse de zonas donde faenan los arrastreros alicantinos en busca de gambas y cigalas. El pasado lunes había cuatro de esos barcos en las cercanías.

Para conocer qué se oculta en esas profundidades, los investigadores utilizan ecosondas, recogen sedimentos con dragas y patines bentónicos (que arrastran por el fondo) y tienden redes, tanto artesanales como científicas, para atrapar desde peces a moluscos, corales o rocas. Cada vez que se recupera una red o draga, la expectación es máxima a bordo. Los biólogos (hay un experto en esponjas, un especialista en equinodermos, otro en crustáceos...) se arremolinan en torno al cedazo en el que se vuelcan las capturas. Varios pares de manos rebuscan entre objetos minúsculos que, para los ojos inexpertos, sólo parecen detritus pero que encierran vida e información: vistos de cerca, se observan decenas de pequeñísimas patas o tenazas en movimiento, o estrellitas diminutas (que caben en la yema del meñique) que se retuercen espasmódicamente.

Entre quienes no se pierden ni un triaje se encuentra Xisco Ordines, biólogo cuya tesis analiza la relación entre hábitats bentónicos (los del fondo del mar) y las especies de peces demersales (que viven cerca del fondo, objetivo de la pesca de arrastre). Más que por las piezas de mayor tamaño, como algunos escualos, Ordines parece inclinarse más por las liliputienses, como la ofiura Ophiomyces grandis, (parecida a las estrellas de mar) descubierta el pasado año por primera vez durante la campaña realizada en estas aguas y recientemente descrita en un artículo científico por algunos miembros de la expedición. En los 46 metros de eslora del 'Ángeles Alvariño' hay espacio para un laboratorio en el que Ordines, a través de una lupa que envía la imagen captada a un monitor, se afana también por descubrir qué es un pececillo que apenas ocupa una tercera parte de la yema de su índice: «Conozco uno parecido, pero este tiene unos dibujos extraños, un color rojizo diferente al habitual...», cuenta extrañado.

ADN de tiburones y rayas

También recogen muestras de agua en la superficie y a 60 y 120 metros de profundidad, con el fin de encontrar trazas de ADN de tiburones y rayas. Lo mismo hacen con los sedimentos extraídos por una draga en los fondos. El biólogo Sergio Ramírez Amaro, especializado en escualos y quimeras, filtra ese material y lo reduce a la mínima expresión, a minúsculas bolitas rojizas cuyo interior contiene material genético. La teoría es que tiburones y rayas mudan «a menudo» su piel y generan mucosa y excreciones que podrían ser detectadas mediante esa técnica. Es como buscar una aguja en el inmenso mar, pero aunque parezca descabellado confían en que dé resultado.

No se descansa en el 'Ángeles Alvariño', que durante tres semanas sólo regresa a puerto para repostar o avituallarse. La actividad es frenética durante las 24 horas del día, con turnos nocturnos en los que se efectúa una detallada batimetría del Canal de Mallorca y se recopilan miles de datos que permitirán conocer mejor cómo es la vida entre los 100 y los 300 metros de profundidad.