Siempre supe que algún día volvería a sentir la hierba bajo mis pies y caminaría bajo el sol como un hombre libre...

(Nelson Mandela)

Mientras la isla evoluciona y se desplaza con el movimiento de traslación que impele el progreso, algunos entes permanecen inertes, aferrados al mismo espacio sobre el que hundieron sus raíces hace siglos. La contemporaneidad, en un momento indeterminado del siglo anterior, les pasó por delante, dejándolos desnortados, cual espectros del pasado.

Es Pou des Rafals es uno de esos enclaves que un mal día perdieron la condición de epicentro social, quedando relegados a una existencia solitaria. Como tantos otros pozos, fuentes y aljibes, acostumbrados a que la chispa de la vida ebusitana palpitara a diario junto a su brocal, ha acabado formando parte de un catálogo monumental olvidado, como subraya una desgastada placa rosada, que exhibe su nombre en blanco.

Este pozo, como el resto de los que aguardan diseminados por los campos y bosques ibicencos, forma parte del legado de los zahoríes. Hombres que localizaban vetas y corrientes, impulsados por una sabiduría ancestral próxima a la magia. Cuando el péndulo oscilaba o la vara se erguía, cavaban y picaban con fe hasta hallar agua. Luego, alrededor del hoyo, erigían una sencilla corona de mampostería, dejando un brocal abierto, protegido con traviesas de sabina. Sobre la última instalaban una rústica polea, tallada también en madera.

Carros al trantrán

Hoy, aunque visible desde el asfalto, el Pou des Rafals ha quedado algo apartado de la carretera, como si estuviera en mitad de una finca en barbecho, envuelto en un mar de hierba. Antaño, sin embargo, buena parte del tráfico entre Sant Antoni y Sant Agustí fluía a su alrededor, a través del camino que llevaba su nombre.

Hasta él, llegaban al trantrán carros de baranda procedentes de todo el vecindario, cargados con garrafas y barricas. Las llenaban con el agua fresca y clara del pozo, cada vez que la sequía apretaba y los cisternas que recogían la lluvia de los tejados o los aljibes que hacían lo propio en las eras se agotaban. También aparecían los pastores con sus rebaños de ovejas y cabras, que aliviaban la sed en el abrevadero de piedra, a los pies del manantial, y los campesinos, con sus animales de tiro, a la vuelta de faenar.

Junto a la pared curva del Pou des Rafals también se cortejaba y danzaba, y se juntaban las gentes para contarse las novedades del vecindario y las noticias que llegaban de ultramar sobre familiares emigrados.

La soledad del Pou des Rafals, sin embargo, hoy constituye una bendición para todo aquel que quiera volver, por un instante, a aquella Ibiza donde el tiempo parecía correr a cámara lenta. Solo hay que aproximarse al pozo, de espaldas a la carretera, y acariciar sus piedras húmedas, cubiertas por una leve capa de musgo, o tumbarse sobre la hierba, a la sombra del cercano algarrobo, y contemplar la viña anexa y la silueta de Can Frare Verd, a poca distancia, una de las casas payesas más espectaculares y mejor conservadas que quedan en Ibiza.