Durante esta temporada turística y hasta el momento de redactarse este reportaje, más de 250 emigrantes procedentes de la costa argelina han sido detenidos tras alcanzar en patera las islas Pitiusas, según cifras de la Delegación del Gobierno. Han llegado a bordo de más de 20 botes rudimentarios. De todos los sin papeles, la gran mayoría han sido trasladados a Centros de Internamiento de Extranjeros en la península, mientras que al menos una treintena han quedado en libertad por falta de plaza en estas instalaciones. Unos 15 son menores de edad.

A buen seguro, la biografía de cada uno de ellos esconde una historia de hambre y carencias tan dolorosa como para sufragar el coste del viaje, jugarse la vida en la travesía y arriesgarse a ser devueltos a Argel, más arruinados que al principio. Sus razones son idénticas a las de todos esos ibicencos que, hace 70 u 80 años, huyeron con las manos vacías, amparándose en la noche, en un barco de pesca.

En torno a la mesa de reuniones del Club de Jubilados de la Casa del Mar, las anécdotas se suceden en cuanto se menta la palabra Argel. Surgen relatos de huidas fallidas, avezados contrabandistas y hasta secuestros. Mientras borda, Antonia Costa explica que su marido, Jordi Cardona, pescador de Dalt Vila ya fallecido, solía faenar por la costa de sa Caleta junto a su padre y hermano. Los tres fueron secuestrados por un grupo de ibicencos que querían huir a Argel. Les obligaron a transportarles hasta el continente africano y el viaje incluso les costó la cárcel por un tiempo, ya que colaborar con los que huían estaba perseguido. La experiencia fue tan devastadora que, según dice Antonia, su marido nunca quiso volver a hablar sobre ella.

Pep Ribas recuerda que sus abuelos, Pep Daifa y Esperança Rotes, emigraron a Argel a bordo de un pailebot llamado 'Teresa', de la compañía Matutes. Se toparon con una mar tan embravecida que los marineros les encerraron en la bodega para que no cayeran por la borda e incluso sellaron los quarters con clavos. Varios de sus tíos nacieron allí y alguno permaneció en la región hasta la independencia argelina, en 1962, estableciéndose después en Niza. «Se marchaban porque Ibiza era un nido de miseria», asegura.

Antonio Molio, presidente del club, apostilla que la fiebre de salir hacia Argel era tan intensa que algunos se aventuraban sin tener las mínimas nociones de navegación: «Dos conocidos, Bartomeu Usina y Santi Covetes, salieron de ses Figueretes con una chalana y dos pares de remos, sin vela ni motor. Pretendían llegar a Argel bogando y ni siquiera se acercaron a la Mola», explica sonriendo.

Los seis del 'Planisi'

Los seis del 'Planisi'

Quienes sí lograron huir de la isla sin tener la más remota idea de marinería fueron seis adolescentes ibicencos, que la noche del 13 de junio de 1947 tomaron prestado en el puerto de Ibiza el 'Planisi', un llaüt de pesca. Únicamente contaban con una brújula y las instrucciones de un viejo marino, Joan Mal, que cantaba habaneras por el puerto. Les marcó el rumbo con tres palabras: «Migjorn cuarta xaloc» y tras dos noches y un día llegaron a la bocana del puerto de Argel sin desviarse.

Uno de aquellos chavales era Joan Cardona Clapés, Gabriel, vecino de Jesús. Él y Daniel Costa Mariner, Laieta, los últimos supervivientes del 'Planisi', relataron su aventura a Diario de Ibiza en 2002. El reportaje iba ilustrado con una fotografía de ambos junto a la embarcación utilizada, entonces en proceso de restauración para ser expuesta en el Museu Etnològic.

«Nos fuimos dejando una nota para nuestras familias. Les explicábamos que nos íbamos a Argel para ganarnos la vida. A las dos semanas, mis padres me mandaron una carta pidiéndome que volviera. Pero no les hice caso€ Ir a Argel significaba lo mismo que lo que representa para un magrebí venir a España ahora. Era la tierra prometida», contaba Joan entonces.

Joan Cardona falleció el año pasado y Daniel Costa hace algunos más. Sin embargo, los tres hijos de Joan -Juan Francisco (1952), María José (1954) y Cristina (1955) -, todos nacidos en Argel, viven en Ibiza. Su padre vino al mundo en Can Gabriel, una finca de Jesús donde pasaban serias dificultades. «Eran nueve hermanos y se marcharon casi todos: seis a Francia y Argentina, y nuestro padre a Argel. Aquí no había futuro», explica Juan Francisco.

A pesar de ser menor de edad, Cardona logró quedarse y labrarse un porvenir en la capital argelina. Repartía en bicicleta para una carnicería, aprendió el oficio y ahorró para adquirir un puesto en el mercado Ruisseau y abrir su propia tienda de carne. «En un baile conoció a nuestra madre, Marinette Grimalt, argelina hija de alicantinos emigrados, y se casaron en 1951. Los tres nacimos en los años posteriores», apunta María José.

«Nuestra infancia en Argel fue muy feliz. Vivíamos en el número 15 de la Rue Valentine y teníamos de todo; hasta patinete. Mi padre, en Navidad, ponía un belén con agua, puente y teleférico. Nunca faltaba la comida. Desayunábamos mantequilla y mermelada, almorzábamos chuletas y los jueves, que en Argel no había colegio, venían amigos árabes a casa a ver la tele y mamá nos preparaba crepes», recuerda María José.

La prosperidad argelina, sin embargo, se esfumó con la guerra de la independencia (1954-1962). «Pasamos mucho miedo. En la escuela las balas entraban silbando por las ventanas y nos teníamos que echar cuerpo a tierra constantemente. Vi mi primer muerto a los cinco años. Lo recuerdo como si fuera ayer. Ponían Rin Tin Tin en la tele y mi madre me mandó a por gaseosa y una barra de pan. En la calle escuché dos tiros y, al volverme, había un argelino muerto», remarca Juan Francisco.

El 1 de julio de 1962, cuatro días antes del referéndum con el que Argelia ganó su independencia, la familia Cardona huyó a Ibiza. «Perdimos la casa y el puesto del mercado. Uno de los trabajadores de mi padre ya hacía tiempo que le decía que se fuera, que si no acabarían muertos él y su familia, y que él mismo pretendía apropiarse del negocio. Papá consiguió enviar unos ahorros a través de un banco sin hacer papeles y, al llegar a Ibiza, solo recuperó una parte. El 40% se había perdido por el camino», recuerda María José.

La vuelta constituyó una odisea para la familia. Joan Cardona, por segunda vez en su vida, emprendía viaje con las manos vacías. Nada más regresar a Ibiza, él y su esposa Marinette decidieron volver a Argel, jugándose la vida, para tratar de recuperar alguno de sus bienes. Los niños se quedaron al cuidado de los abuelos, en una modesta casa payesa de Sant Carles, que nada tenía que ver con su confortable piso de la capital argelina.

Los tres hermanos, hasta entonces escolarizados en francés, no sabían una palabra de ibicenco ni castellano. «Con los abuelos nos entendíamos por señas. En su casa no había luz, agua corriente ni váter. Lo primero que nos pusieron para comer fue un pimiento relleno de tomate y una rebanada de pan, con un aceite de oliva tan rancio que se te pegaba al paladar. Nos mirábamos como diciendo: aquí nos morimos. Luego, ya con el tiempo, fuimos descubriendo que en Ibiza también había cosas buenas, como la salsa de Nadal, las orelletes, el flaó€ Y a los abuelos los quisimos mucho», apostilla María José.

Un par de meses después, Joan y Marinette por fin volvieron. Lograron recuperar el coche, la vajilla y otros enseres personales, y con el dinero de aquella transferencia opaca compraron una panadería cerca del Mercat Vell, que a los dos años se transformó en la carnicería Can Cardona. «Fue la primera de Ibiza con báscula en lugar de pesas, mostrador de mármol, ganchos de acero€ Pronto instaló una fábrica de embutidos en la trastienda. Hacíamos más sobrasadas y butifarras que nadie en la isla», rememora Juan Francisco, que heredó el oficio de su padre, al igual que su hermana Cristina. Durante su vida laboral han regentado puestos de carnicería en el Mercat Nou.

María José, por su parte, estudió administración y llevó las cuentas del negocio de su padre. Ella sigue hablando ibicenco con un atípico acento francés y Juan Francisco afirma, rotundo, que no quiere morir «sin volver a ver nuestra casa de Argel». Como si allí pudiese recomponer los fragmentos de los sueños rotos de la infancia.

La nostalgia de Jean Serra

La nostalgia de Jean Serra

Jean Serra, uno de los más destacados poetas ibicencos, también es un pied-noir. Nació el 13 de diciembre de 1952 en la ciudad argelina de El-Biar, después de que sus padres y hermanos mayores huyeran de la isla, en plena posguerra. Su padre, Vicent Serra, regentaba desde 1931 una barbería en s'Alamera con su hermano mayor, Joan. Aquel local era centro de reuniones de los anarquistas ibicencos. Cuando estalló la Guerra Civil, en 1936, ya nada volvió a ser lo mismo. A Joan, el tío al que Jean nunca conoció, el inicio de la contienda le pilló en Palma, donde fue asesinado. Vicent, por su parte, fue arrestado y acabó marchándose a Valencia con su mujer, Isabel Torres.

En 1938, Vicent Serra marchó como voluntario al frente de Aragón y, tras un permiso para conocer a su primogénita recién nacida, Dolores, se le perdió la pista. El bando nacional triunfó e Isabel regresó a Ibiza sin saber si su marido estaba vivo o muerto. Así pasó más de un año hasta que, por fin, llegó una carta de Vicent desde La Modelo de Barcelona, donde estaba recluido tras pasar por varias cárceles. Padecía tuberculosis y, como las autoridades creían que iba a morir, lo mandaron a casa. Allí se recuperó, pero descubrió que había perdido la barbería, su modo de vida, a manos de un tipo sin escrúpulos y con conexiones fascistas.

La familia aumentaba y sobrevivía con grandes dificultades. Así, hasta que unos matones una noche trataron de asesinarlo de una paliza por su pasado anarquista. Vicent pudo escapar, pero no tuvo más remedio que poner tierra de por medio. Huyó en un llaüt de pescadores, que partió rumbo a Argel desde Pou des Lleó. Dejó atrás a su esposa Isabel y a sus cinco hijos, que trataron infructuosamente de conseguir un visado para reunirse con él. Tras año y medio separados, ella y los niños se subieron a otra barca clandestina, que partió de sa Sal Rossa.

«Mi madre se arriesgó a irse en un llaüt pese a que el mar le daba pánico. El patrón los llevó por dinero, porque tenía una hija muy enferma y lo necesitaba para los tratamientos. Al regresar le dieron una paliza, pero se libró de la cárcel por eso. La Guardia Civil estaba muy atenta a las barcas que salían y tardaban en volver», apunta Jean Serra.

Reunida otra vez la familia, juntos disfrutaron de unos años de estabilidad en la ciudad argelina de El-Bier. Vicent trabajaba de barbero y, además, tenían la compañía de varios familiares que habían emigrado a la costa africana a principios de siglo. En 1952 nació Jean, que conserva muy gratos recuerdos de sus primeros años de vida. De aquel tiempo atesora fotografías, como una en la que aparece en brazos de su padre.

Una fotografía entrañable

Una fotografía entrañable

«Han pasado muchos años. Ahora soy más viejo que mi padre cuando, apenas recién nacido, me sostenía en brazos, muy feliz y orgulloso, al lado de un torrente que entonces corría y acababa en la playa de Bab-El-Ued. La imagen es del verano de 1953. Es una de las fotografías más entrañables que conservo de mi infancia. La quiero mucho, a esta foto. Me devuelve los recuerdos de una primera infancia feliz. La familia unida, viviendo humildemente en un almacén que nos alquilaron. Un albañil ibicenco, exiliado y republicano, como tantos, nos construyó un banco de cocina, con una pila para fregar los platos. El agua había que ir a buscarla a una fuente pública, por detrás del caserío. Los aseos eran comunitarios y las alcobas se compartimentaban con sábanas colgadas del techo», recuerda Jean.

Durante aquellos años, incluso los visitó su abuela paterna, Dolors des Cònsul, una ibicenca de armas tomar que vestía de payesa y nunca había salido de Ibiza. Sin embargo, el peligro que entrañaba la Guerra de la Independencia argelina, sumado a la amnistía decretada por el Gobierno español para los refugiados políticos, hizo que, en 1957, la familia al completo regresara a la isla.

En 2005, Jean regresó al Argel de su infancia: «Aunque habían pasado 47 años, reconocí la casa y unos vecinos de la región de Cabilia, que ocupaban unas habitaciones contiguas, nos atendieron con alegría y hospitalidad. Incluso nos invitaron a comer el último día de nuestra estancia. Fue muy emotivo. A mi mujer le regalaron un traje de fiesta típico de las mujeres cabileñas».

«La vivienda de arriba la ocupaba una familia árabe, que la adquirió a los antiguos propietarios franceses. El hombre tenía la edad de mi hermano y se acordaba de haber jugado con él al fútbol e ir juntos a la escuela. El día de la despedida se detuvo a nuestro lado un viejo automóvil, conducido por un árabe. Al verme, me preguntó si tenía relación con la familia Serra que había vivido allí. Se me pusieron los pelos de punta de la emoción. Le respondí que yo había nacido en esa casa y que era el hijo pequeño de Vicent Serra. Entonces él me dijo que me parecía mucho a mi padre, al que recordaba muy bien porque iba a menudo a comprar especias a la tienda de su tío, cuando él era un adolescente, y que ahora él regentaba», rememora Jean. Esos cinco primeros años de vida, sin duda, le marcaron para el resto de su existencia.