Somos siluetas recortadas, somos hueros fantasmas que se mueven en la niebla, sin perspectiva (Virginia Wolf).

Desde la distancia, cuesta imaginar que una isla tan árida y desangelada, moteada de verde por pinos, sabinas, romeros y matas, que apenas alcanzan el estatus de arbustos retorcidos por el viento, estuviera alguna vez habitada. Que más allá de lagartijas, conejos y unos gruesos escarabajos que se arrastran por su limitada geografía, algún hombre subsistiera en mitad del páramo.

Alguien, sin embargo, lo hizo. Cuenta la leyenda -desmentida por historiadores, que la atribuyen a un error de traducción-, que en el siglo III antes de Cristo llegó hasta ella el cartaginés Amílcar Barca y su esposa íbera, cuando esta se encontraba de parto. Y que sobre las piedras alumbró a su primogénito Aníbal, futuro general y uno de los más geniales estrategas de la historia. Esa es la razón de que las ruinas de una vivienda próxima al cabo de es Blancar, que cierra el islote por el sur, fueran bautizadas como la Casa de Aníbal, no se sabe cuándo. En todo caso, si hubo refugio, existieron moradores.

El topónimo, asimismo, tampoco guarda relación con las plagas de conejos que ocasionalmente infestan el islote, sino con la enorme cantidad de grutas que, bajo su levemente inclinada superficie, ahuecan las entrañas de esta nave de piedra. Conillera, según parece, procede del latín cunicularia, que significa enclave donde abundan galerías y cuevas.

Refugio de filibusteros

Algunas sirvieron de refugio a los filibusteros -incluso se han hallado esqueletos- y mucho antes a los romanos que sobrevivieron a los naufragios ocurridos entre sus escollos o procedentes de barcazas caídas en combate. Las ánforas hundidas junto a este perfil pétreo, con forma de retorcido reloj de arena, han quedado muchas veces atrapadas en las redes de los pescadores.

Los primeros moradores oficiales de sa Conillera fueron los fareros y llegaron muchos siglos después, a mediados del XIX. Les precedieron los obreros que erigieron el faro, según los planos trazados en 1855 por el ingeniero Emili Pou. Descargaron los materiales en la playa de sa Salvadora, donde desemboca el torrente del mismo nombre, a resguardo de una de las dos bahías que adelgazan la parte central: la Estanci de Dins. Mira hacia ses Roques Males y la Torre d'en Rovira, al este, mientras que su opuesta, la Estanci de Fora, se abre hacia ses Bledes, al oeste.

Para levantar esta torre tuvieron que abrir un camino hasta el enclave más alto del extremo norte, sa Punta des Cavall, situado a 69 metros sobre el nivel del mar. Construyeron una torre circular de 16 metros de altura, con un ineficaz edificio también redondo como base que albergaba las viviendas destinadas a los fareros. Terminaron la obra en 1857 pero la infraestructura resultó tan insuficiente que, medio siglo más tarde, en 1908, se amplió con dos edificios anexos que mejoraron las dependencias anteriores, dejando más de espacio a los tres fareros y sus familias.

Durante décadas, únicamente recibían la visita de los marineros de Sant Antoni contratados para proporcionarles apoyo logístico. Dos veces a la semana navegaban hasta el faro para trasladar víveres y suministros. Estaban obligados a acudir al rescate en cuanto los fareros dieran la voz de alarma. Lo hacían mediante señales con espejos por el día o encendiendo una hoguera de noche.

Tras la automatización, en 1971, la isla volvió a sumirse en la más absoluta soledad, quedando reducida de nuevo a su condición de austero paraíso para pardelas, el fantasma de Aníbal y los demás espectros que, por la noche, aúllan con el viento.