«Odio la realidad, pero es en el único sitio donde se puede comer un buen filete» (Woody Allen).

Hubo un tiempo, antes de ser urbanizadas hasta la misma orilla, en que numerosas playas de Ibiza se hallaban precedidas de una extensa lengua de arena que se adentraba hacia el interior, siguiendo el curso inverso de los torrentes, a partir de su desembocadura. Así eran Cala Tarida y Cala Vedella antes de ser infiltradas de hormigón, y aún podemos contemplar el fenómeno en Cala Nova o Cala Saona, en Formentera. También en Cala Llenya, pese a estar rodeada por una densa corona de urbanizaciones, medio ocultas desde la orilla por el tupido bosque que sobrevuela los acantilados.

Su arenal se inicia al final del Torrent des Coix, que serpentea entre bosques y campos escalonados por las afueras de Sant Carles, hasta alcanzar la orilla. Cala Llenya arranca además en penumbra por el tupido pinar que se adentra hacia la playa desde el aparcamiento y las primeras dunas. Su impagable sombra regala siestas a diario y proporciona refugio a los bañistas saturados de sol.

Esta lengua de arena clara se abre al mar por el flanco norte, conformando una de las orillas más extensas de la costa este ebusitana. Conforma una playa cambiante, orientada al sureste -el xaloc ibicenco-, que a menudo trae oleaje y agua turbia, de arena removida y fragmentos de posidonia. Sin embargo, cuando reina la calma, la orilla se torna un espejo esmeralda que en el horizonte se funde con el cielo.

Tan profunda es la cala que en pocas como esta se alinean tantas filas paralelas de bañistas. Tras ellos, un quiosco de madera, de toda la vida, en la frontera que la sombra de los pinos traza sobre la arena. A la izquierda, mirando al mar, el acantilado que conduce a la Punta d'en Ribas, en el extremo norte. Tierra roja hasta la cima y una orilla de escollos y rocas desprendidas. Primero un varadero, luego otro par y por fin, en el extremo que cierra la cala, una quincena formando una media luna, al abrigo del precipicio. Son refugios marineros camuflados, construidos con la mismas rocas sobre las que se asientan y con puertas de madera, a veces pintadas de oscuro. El único elemento que colisiona con los pigmentos de la naturaleza es una escalera, tan blanca que refulge. Desciende hasta la misma orilla desde una de las privilegiadas mansiones que se asoman entre los pinos, en lo alto del risco.

En lugar de exhibir los mismos tonos terrosos, corta en dos mitades el acantilado mediante una curva nívea. Proclama a los cuatro vientos el poder de quien la erigió para disponer de un sendero privado a la playa, atravesando la tierra de todos. No hay mayor metáfora de la Ibiza de hoy que la escalera de Cala Llenya.