De mi primera visita a Formentera recuerdo la impresión que me causaron los molinos de la Mirada. No es que llegara a la locura quijotesca, pero aquellos artilugios se me presentaron como visión, casi fantasmal, al atardecer de un mes de julio de mis años adolescentes. Yo solo conocía los molinos del llano de las salinas ibicencas. Éstos me parecían jóvenes alocados; aquellos, los de Formentera, me siguen ofreciendo aún hoy, medio destartalados casi todos ellos, la imagen tranquila de un tiempo pasado.

Mi segunda estancia en la Pitiusa menor tuvo lugar cuando, estudiante de preuniversitario, organizamos unas jornadas culturales dirigidas por el profesor Antonio Tormo García, mi catedrático de literatura. En Formentera nos alojamos en una especie de fonda que había en la Mola. Las caminatas nocturnas hasta el faro; las charlas con don Bartomeu Planells, el cura del Pilar, que nos hablaba de la pugna de los formenterenses por la supervivencia y las numerosas entrevistas que mantuvimos con los naturales de la isla me ganaron, definitivamente, para Formentera. Desde entonces he vuelto cada año y en casi todas las estaciones.

Idiosincrasia

Con mi familia, con mis alumnos, solo. He emborronado muchos folios contemplando la noche junto a los faros; meditando ante el sol poniente en el cap de Barbaria o intentando encontrar fronteras a la gama marina de esmeraldas y azules. Pero ¿qué puedo decir yo de Formentera que no lo hayan sufrido sus gentes, narrado los historiadores, escrito los poetas o discutido los políticos? Además, adentrarse en alma ajena es peligroso porque nos arriesgamos a no saber traducir su idiosincrasia. Y Formentera no es Ibiza.

Quiero pensar, Joan, que te son familiares y localizables ca na Costa, can Blai, sa Tanca Vella, sa cova des Fum, la de Sant Valero i de sa Mà Peluda, es Monestir, los yacimientos de es Cap y un etcétera tanto más extenso cuanto mayor sea tu riqueza cultural.

Una sorpresa fue todavía poder advertir en Formentera el uso de vacas como animales de trabajo. Subir a la Mola y contemplar aquellas lentas bestias por campos y fincas, era asistir al final de una edad pobre y dura cuyos restos habían pervivido siglos en la isla.

Me atrevería a decir que Formentera pasó a los tiempos modernos al detener los molinos sus aspas o cuando las vacas arrastraron la última carreta por los viejos caminos a la vera de nombres tan eufónicos como s'aljub d'en Genís Call o el de la Plaerança. Más que viaje triunfal lo imagino cortejo casi fúnebre porque muchas cosas se fueron para, definitivamente, no volver. Así es la historia.

No puedo dejar la Pitiusa menor sin hablar de los ermitaños de Santa Maria de Formentera en es Monestir. La toponimia y la documentación nos hablan de la existencia, en el altiplano de la Mola, de una comunidad de religiosos a quienes imagino desembarcando en es caló des Frares de Sant Agustí. Fantaseo a estos eremitas subiendo por la calzada hasta llegar a su cenobio donde el tiempo se detenía. ¿Por qué la historia no nos ha concedido el favor de su supervivencia?

Probablemente sería un punto de luz, otro faro, en la noche formenterense. El canónigo archivero, F. Xavier Torres Peters, ha publicado documentados estudios sobre el tema.