La regresión que en muchos aspectos sufren las islas no es algo que sus habitantes descubramos ahora. Desde los años 60 somos testigos de los despropósitos que se suceden con empecinamiento, una degradación que, lejos de reconducirse, se ha venido agravando. Sin que podamos acudir a los pretextos de ingenuidad o desconcierto que pudimos tener cuando arrancó el turismo porque de nuestra deriva hemos tenido continuos 'avisos'.

Sin ir más lejos, con los textos críticos y de denuncia aparecidos en estos papeles -cualquiera puede consultar su hemeroteca- podríamos hacer un 'libro negro', una enciclopedia de los disparates y salvajadas que han soportado las islas y sus habitantes. En 'Teoría(s) de Ibiza', compendio de oportunas colaboraciones que se publicaron el 1983, Félix Julbe no se muerde la lengua: «Una sociedad que vive de vender servicios acaba por ser muy servicial. Traficantes del ocio, esnobs, arribistas y especuladores de toda especie y condición han impuesto en Ibiza la turbia moral del tendero y la vulgaridad del nuevo rico (?) Tal vez sean las islas espacios equívocos, hetero-tópicos, lugares reales en los que se han superpuesto muchos espacios extraños, ajenos e incompatibles».

Me pregunto qué diría Julbe en nuestros días si hace 30 años ya le resultaba insoportable y escandalosa la situación que entonces tenía la isla. Las cosas se hacían mal, pero hemos visto que podían hacerse peor. La isla ha experimentado una involución generalizada, la que ya entonces llamamos balearización.

Un breve recuento nos puede dar una idea de los desatinos que no han dejado de repetirse. Nada, por otra parte, que pueda sorprendernos. El lector sabe de qué mundos perdidos hablamos. Basta confrontar los paisajes que vimos y vemos. O acudir a las imágenes congeladas en viejas fotografías para constatar que hoy apenas queda nada de lo que vemos en ellas. Hemos perdido paisajes, playas, yacimientos arqueológicos y casas centenarias que eran arquetipos de la arquitectura mediterránea. Y no tiene nombre lo que hemos hecho en la extasiada bahía de la ciudad. Con plataformas de cemento hemos reducido a tal punto el espejo del agua que el arco de la rada, amplio y natural, hoy es irreconocible.

Pulmón para aves

Una barrera de edificios en el frontis del viejo puerto, en sus mismas orillas, dio al traste con el humedal de ses Feixes, espacio privilegiado de huertos y acequias que, si era un regalo para los ojos, era también un pulmón para la ciudad y para las aves. Alguien dirá que ahora tenemos un puerto en condiciones. ¡Mentira! Lo que vemos hoy en el puerto interior es un mero negocio, una secuencia de marinas para embarcaciones de recreo y macroyates que pagan una pasta gansa que, por cierto, no se queda en Ibiza. Es el mismo mercadeo que han sufrido otros lugares de la isla.

También hemos perdido la ruralidad de nuestros campos al asfaltar caminos, al permitir construcciones en los vértices de las colinas, al no impedir los vertederos con los que nos topamos en los bosques, en las playas y en espacios teóricamente protegidos. Hemos partido la isla por la mitad con unas autovías desmesuradas por las que ahora circulamos cagando leches, a riesgo de salirnos del mapa.

Hemos conseguido, incluso, que desaparecieran montañas por la insólita agresión de las canteras que, en algunos casos, ni tan siquiera tenían licencia de explotación. En la misma ciudad hemos perdido barrios enteros como sa Penya. Como hemos perdido una Dalt Vila habitada que hoy, museizada, es sólo un proscenio para turistas.

La ecuación nefasta

Me cansa seguir, pero es lo que hay. Hemos apostado, en fin, por la ecuación nefasta del «pan para hoy y hambre para mañana». Porque si la riqueza que nos entra es circunstancial, el empobrecimiento de la isla en su territorio, en sus paisajes y en su cultura, es permanente. Lo que nos ha beneficiado puntualmente a nosotros, ha perjudicado de manera irreversible a la isla y a quienes puedan habitarla en el futuro. La cuestión era -y sigue siendo- beneficiarnos del turismo sin que la isla se viera perjudicada. A estas alturas, no tenemos excusas. Sabemos perfectamente lo que estamos haciendo, ordeñar la vaca que nos da de comer hasta dejarla seca. ¿Y luego qué?