Isabel tiene un hijo de 14 años que, insistentemente, le pide un teléfono móvil. «Me tiene aburrida», afirma esta madre que, a pesar de ello, se resiste a dárselo. «A mí me parece que todavía no es necesario, no le hace falta», opina Isabel, que reconoce que le está «costando muchísimo» no dar el paso de comprárselo. «Me dice que todos sus amigos lo tienen, que lo necesita para hablar con sus colegas», explica y agrega que ella tiene, en su teléfono, el contacto de los amigos de su hijo y que le dice que, si quiere hablar con ellos, le deja el suyo.

La presión, no obstante, no le llega sólo del chico, sino también de su entorno. Y es que se ha encontrado con padres que le han ofrecido un teléfono para dárselo al adolescente, pensando que el motivo para no hacerlo es económico: «Me decían: 'Mira, yo tengo este muy barato'. Y yo contesto: 'A ver si me entendéis. Si no se lo compro no es porque no tenga dinero para hacerlo, porque hoy en día se puede sacar un móvil por nada y menos, sino porque no quiero, no quiero que tenga»,afirma con rotundidad y apostilla: «Todo lo que pueda aguantar, aguantaré».

Una de sus mayores preocupaciones es el uso que los adolescentes dan a los teléfonos, pues «no los utilizan para llamar». Isabel planteó a su hijo darle uno sin Internet, sólo para llamarla o que él pudiera hacerlo si lo necesitaba, pero él le espetó que «para eso no quería ninguno». «Se meten en Internet, en Facebook, por Instagram, por todas estas historias, y a mí me da mucho miedo, porque ellos no son conscientes de lo peligroso que es todo eso», opina. Ella, cuenta, se lo explica a su hijo, y él le contesta que sabe lo que hace. «Pero yo le insisto en que si me engañan a mí, cómo no le van a engañar a él», incide.

Pese a su resistencia, admite que no sabe cuánto tiempo aguantará: «La sociedad me lo está imponiendo». En sexto de Primaria su hijo le decía que era el único sin móvil; ahora, en segundo de ESO, sigue igual. «Y a la niña la tengo detrás, que cumplirá 13 años y está con lo mismo», dice, aunque como ve que su hermano no lo consigue, «se conforma más».

Firmes frente a las presiones

El caso de Isabel no es excepcional, aunque lo parezca. Y es que hay familias que se mantienen firmes en su decisión de no entregar teléfonos a sus hijos, aunque ello suponga soportar casi estoicamente la presión de los adolescentes y de la propia sociedad. El denominador común entre ellas es tener conciencia de que, a su edad, no los necesitan.

«Yo tengo muy claro que a un menor de 12 años no le daría un móvil», sentencia la responsable del Centro de Estudio y Prevención de Conductas Adictivas (Cepca) del Consell de Eivissa, Belén Alvite, quien apostilla: «Y a partir de los 12, me lo pensaría».

En este sentido, Alvite reconoce que la presión por parte de los adolescentes será continua y que las familias han de ser muy conscientes de ello: «Es muy incómodo, porque tus hijos te demandan algo que ellos sienten que necesitan. Lo que no podemos es pretender no dárselo y que no nos lo pidan; eso sería tremendamente cómodo, pero no es la realidad. Claro que lo van a pedir y uno ha de saber por qué toma según qué decisiones».

No obstante, tal y como explican las familias, en los últimos cursos de Primaria ya son muchos los niños y niñas que tienen teléfonos. E incluso antes. Y la situación es tal que Alvite resalta que las dificultades que hace ya unos años se veían en los institutos del tipo: «Es que los chicos traen el teléfono, es que si se lo quitamos vienen los padres embrutecidos a recuperarlo...», se dan ahora en los centros de Primaria. «Los colegios se tienen que plantear hablar con las familias y decirles que sus hijos no pueden llevar el móvil a clase», sugiere la experta.

Precisamente cuando la hija de Marga estaba en sexto de Primaria, en su clase comenzó el «boom» de los teléfonos y algunos de sus compañeros comenzaron a tener. «Entonces ella empezó a pedirlo», recuerda. Un curso más tarde, en primero de ESO y con 13 años, aún sigue igual. «No tiene móvil porque es pronto. Decidimos que era pronto, aunque casi todos en su clase tienen, menos dos o tres», señala Marga, quien resalta que han hablado con ella y le ha «hecho ver que no le hace falta». «Nosotros estamos con ella, la llevamos a los sitios y si tiene alguna urgencia o le pasa alguna cosa puede utilizar el teléfono del instituto», cuenta.

A esta madre, como a Isabel, no le gusta el uso que los adolescentes dan a los móviles. «Los utilizan como un juego y no me gusta, yo veo lo que hacen y no me gusta, envían fotos que no deberían», comenta y agrega que en casa han hablado con su hija para que no se involucre ni participe en este tipo de cosas. «Ella nos dice que eso no está bien», agrega.

A su juicio, la edad «indicada» para darle el teléfono será previsiblemente cuando empiece a salir sola. «Ahora, si va a repaso, a inglés o al instituto no le hace falta», insiste.

«Nosotros llegábamos perfectamente»

En casa de Sonia, sus hijos, de 14 y 12 años, tienen teléfono. «Por cosas de la vida», señala y explica que al mayor se lo dio a los 12 «por seguridad», cuando «tenía que ir solo de baloncesto a música, para saber que había llegado bien». Acto seguido, reflexiona: «Tonterías, porque nosotros no teníamos móvil y llegábamos perfectamente». A la menor, se lo dio su abuela al acabar quinto de Primaria, con 11 años. «Lo usaba sólo casi de tableta, para jugar en casa», apostilla.

En ambos casos, señala que les hizo firmar un contrato que sacó de Internet y en el que se recogían una serie de compromisos de utilización: «El móvil es mío y ellos lo usan; yo tengo su PIN y la posibilidad de mirarlo; por la noche lo tienen que dejar fuera de la habitación y apagarlo...». E incluso instaló Qustodio, una aplicación de control parental. «Lo que pasa es que luego me di cuenta de que ni yo tenía tiempo de mirarlo», apunta.

En su opinión, sus hijos «hacen demasiado uso» del teléfono, pero ella no sabe «dónde está el límite». «Para mí, que lo usen ya es un abuso en cualquier momento, pero considero que es una cosa muy difícil de controlar para nosotros», reflexiona. Además, menciona que aunque en el instituto les dicen que no se puede llevar, si la red del centro no funciona bien, «les dicen: buscadlo en el móvil». «Es muy difícil controlar todo esto», resalta esta madre.

Hace unos meses le quitó a su hija el teléfono durante 30 días como castigo. «Le vi alguna conversación y no me gustó nada», resalta y agrega que la niña «se lo tomó fatal». «Decía que quedaban por whatsapp para ir al parque, que no se enteraba. Y yo contestaba: 'Bueno, pues vas andando y si están te quedas y si no, te vuelves andando a casa, no pasa nada», explica y agrega que obligarles a desconectar «a que sean capaces de bajar el nivel de estrés de estar recibiendo mensajes, a que puedan descansar mentalmente», es también «hacerles un favor».

Pero pasado el mes, se lo devolvió pues se había «acabado la consecuencia». «Pero despacito, para que no sea un abuso. Y sin Instagram, que se lo he quitado», comenta y resalta que los adolescentes usan esta red social «para ligar». «Lo tiene un ratito por la tarde, si quiere hablar con alguien, y ya está», dice y reconoce lo complicado que resulta para ella, como madre, «estar todo el tiempo pendientes de lo que hacen». «Saben mucho más que nosotros y lo que hacen es mucho más amplio. Yo ahora he sido un poco consciente de eso, de que no se puede dar un móvil así, como quien deja un coche el primer día, habrá que enseñarles», comenta Sonia.

«Poco a poco y con límites»

Precisamente, Alvite resalta que en realidad, las familias no deben creer que la presión sobre ellas va a disminuir en el momento en que entregan el teléfono a sus hijos, sino que ésta se tiene que multiplicar en tanto que su trabajo se vuelve más arduo, pues controlar el uso y poner límites son fundamentales.

En su opinión, al decidir dar un móvil a un adolescente hay que hacerlo poco a poco, «no todo el tiempo, para cosas muy concretas y en momentos determinados». «Para que no tengan límites tienen que haber demostrado que teniéndolos saben cumplirlos y no al revés», dice la responsable del Cepca, que insiste que «no ocurre así» y que en esto «falta mucho por hacer».

«No les damos un accesorio para llamar sino acceso a un mundo», afirma y critica que hay familias que siguen sin sentirse «cómodas ante la responsablidad de tener que gestionarlo». «Hay muchas que cuando les dices de darles un teléfono con un contrato y condiciones te miran como diciendo: 'Pero qué retrógrada eres, qué falta de confianza en tu hijo'. Y no es una cuestión de confianza, sino de generar una situación de seguridad. Yo creo que los estamos haciendo vulnerables, unos en mayor y otros en menor medida, pero todos de alguna manera estamos participando de esto», subraya la experta.

A este respecto, hace hincapié en que hay que enseñarles a usar el teléfono y decirles qué pueden hacer y que no y cuándo es adecuado hacer algo y en qué momento no lo es. «Y para eso el ejemplo es muy importante y muchos adultos utilizan muy mal el teléfono delante de sus hijos», advierte Alvite que menciona que en las charlas que el Cepca realiza en quinto y sexto de Primaria, «la primera cosa que dicen los niños es que su madre o su padre no les presta atención cuando le están hablando porque está con el móvil».

Insta a las familias a buscar información para decidir y tomar decisiones y a poner restricciones -para lo que menciona la posibilidad de instalar determinadas aplicaciones- y hablar con los hijos de los contenidos que existen en Internet y con los que en algún momento se van a encontrar, para que sepan «qué pensar acerca de ellos».

Y es que Alvite pone el foco sobre las consecuencias que el uso del móvil está provocando en el comportamiento de los menores y en las familias. «Las relaciones se han convertido en algo que tiene que ser instantáneo, donde lo prioritario no es lo que está enfrente mía y en casa, sino fuera», resalta.

«Y luego está todo lo que tiene que ver con cómo afecta al desarrollo de los adolescentes y los niños en las formas de contacto con gente de fuera y con contenidos de fuera, porque lo que menos se hace con un móvil es llamar», señala la responsable del Cepca y destaca que en los servicios de prevención están viendo ya casos «de muchas cosas»: «Adolescentes que no salen de su dormitorio, que no van a clase, de esos hay en Eivissa. Casos de chicos que están consumiendo mucha pornografía y que no han salido de la infancia...», menciona como ejemplo.

Su hijo volvió a ser «persona otra vez»

Lucía -nombre ficticio- tiene tres hijos de 14, 12 y 8 años. Cuando el mayor estaba en sexto de Primaria, en su clase comenzaron a aparecer teléfonos. «Y te ves envuelto en una rueda. Él era muy buen niño, sacaba muy buenas notas, a bote pronto no tenía ningún motivo para decirle que no, pero intenté retrasar el dárselo todo lo que pude», recuerda y agrega que al acabar el curso, con sólo dos chicos que no tenían, lo hicieron. «Pero se lo compró él, con sus ahorros», aclara.

Ella le escribió una carta en la que dejó claras las condiciones de uso y el chico comenzó a utilizarlo. «Empezó con los whatsapp y luego ya era como que su mundo era el teléfono. Era llegar a casa, y teléfono. Como que había desaparecido el niño que era», resalta y agrega que se metía en su cuarto y era «increíble las horas que podía llegar a pasar». «A mí no me gustaba nada», apunta y agrega que aunque le limitaba el tiempo, «era un constante tira y afloja»: «Y al final cedes, y yo me enfadaba, y un poco así».

Cuando llegaron lo que ella llama «las cagadas» -descenso en las notas, actitud «más desafiante» pero no en casa sino en el instituto, una factura de 100 euros más de lo habitual- decidió quitárselo. «Estaba avisado y no dijo ni mu», afirma y agrega que cuando se quedó sin móvil, su hijo volvió a ser «persona otra vez»: «Se recuperó el niño que decía qué hacemos, dónde vamos, que hablaba», cuenta. Ella sabe que si se lo diera de nuevo lo cogería «con los ojos cerrados», sin embargo sostiene que de momento «no se lo pide» pues ve que no hay opción.

Con su hijo mediano, no sabe qué pasará. A sus 12 años, sostiene que es diferente de su hermano y ella cree que le daría al teléfono «el uso que le tiene que dar». Pero también tiene un cierto temor: «Él es muy cariñoso, muy madrero, y pienso: ¿Y si también se me transforma el niño?», reflexiona.

Alvite invita a las familias a resistir la presión social, ya que ésta nunca ha de ser quien guíe su comportamiento. «Es muy sencillo dar consejos a los otros y educar a los hijos de los otros, pero esto no funciona así», comenta y agrega: «Yo siempre he pensado que la única manera que tengo de ser la mejor madre es ser la madre más honesta. Y la madre más honesta es aquélla que hace lo que cree que va bien a sus hijos. Lo que piensen los demás...».