El pergeñar estas rayas, al pensarlas y escribirlas, me ha generado cierto desconcierto el hecho de verme relativizar un principio que tenía por incuestionable: la defensa categórica y sin matices de nuestras señas de identidad. Trataré de explicarme. En pequeños grupos humanos como los que se han sucedido en nuestras islas que, por su aislamiento, han mantenido prácticamente inalteradas durante siglos formas de vida arcaica que se manifestaba en su carácter, su indumentaria, sus creencias, sus costumbres, sus oficios y artesanías, sus músicas, danzas y canciones, una mutación severa y acelerada como la que han provocado la revolución de las comunicaciones, los avances tecnológicos y el turismo de masas, nos hace pensar que estamos perdiendo a marchas forzadas lo propio, lo que nos define y nos hace diferentes. Estaríamos condenados a la uniformidad de la aldea global y vaciando de contenido la palabra ibicenco que se diría únicamente del nacido en Ibiza, pero sin que ello significara pertenecer a una comunidad con rasgos identificativos, sustantivos y diferenciados.

Y pues está sucediendo, en estos momentos tenemos un grave dilema: si por una parte no podemos evitar la mutación, la pérdida de lo propio que en todos los ámbitos experimentamos, tampoco podemos -ni queremos- vivir como vivían nuestros padres y nuestros abuelos. ¿Hace falta que diga por qué? Hoy ofrece más ventajas y comodidades -agua corriente, electricidad, calefacción, etc- la casa de un obrero que la del noble o rey que en otros tiempos vivía en su lóbrego y gélido castillo: y un viaje que duraba meses lo hacemos hoy en unas horas. Los ejemplos podrían multiplicarse.

¿Qué es identitario?

El caso es que si todo cambia con el tiempo, -cambiamos nosotros y cambian nuestras formas de vivir-, parece inevitable preguntarse qué componentes deberíamos retener en el cambio para salvar nuestra identidad y qué otros son prescindibles y, sin perder lo que nos define, podemos dejar al margen. Se trata, en fin, de saber qué es y qué no es lo identitario.

Nuestras señas de identidad no podemos situarlas y limitarlas a todo lo que incluye, -y lo digo en su sentido más noble- la palabra folklore. No podemos pretender, por ejemplo, que las mujeres sigan vistiendo la indumentaria payesa de hace 100 años, ni que el payés siga utilizando el arado romano. Cuando el filósofo dice «yo soy yo y mi circunstancia» subrayaba, precisamente, el peso que tiene lo que nos pasa. En el sentido de que el momento que vivimos nos condiciona, nos determina, nos moldea, nos hace ser como somos. De tal manera que quien se aferra a formas de vivir que están fuera de tiempo y de lugar se convierte en una entidad arqueológica, en una pieza de museo.

Dicho esto, ¿Son identitarios los elementos folklóricos? Yo diría que sí, pero sólo como memoria. De ahí que los retengamos en un museo etnológico como el que tenemos en el Puig de Missa de Santa Eulària; o que los conservemos de manera meramente testimonial en quienes saben hacer alpargatas, un cesto o un sombrero de paja; o bailar la curta y la llarga; o tocar el tamboril, las castañuelas y la flauta.

Factores amenazados

Lo que han perdido o inevitablemente pierden estos elementos es vigencia, coyuntura, actualidad. El hoy identitario incluye la memoria, por supuesto, pero está, sobre todo, en dos factores vivos que, conviene repetirlo, están amenazados. No por el paso del tiempo como sucedía con las formas de vida, las costumbres y el folklore de nuestros mayores, sino por la globalización, por ese magma de vasos comunicantes que tiende a crear un único nivel, a uniformarnos, a que no podamos distinguir a un vecino de Dubai de un londinense. Los dos factores vivos a los que me refiero y que en este siglo XXI nos identifican, además del referente de la memoria, son la lengua que hablamos y el suelo que pisamos, la tierra y el idioma.