La vida de María Eugenia Mariño cambió por completo el 2 de febrero de 2009. Ella, sin embargo, no sería consciente hasta un mes más tarde, cuando despertó del coma en la UCI de la Policlínica Nuestra Señora del Rosario. Sin su pierna izquierda.

Hace exactamente un año y trece días, esta gallega afrontaba con su alegría habitual su jornada laboral como camionera. Era el trabajo de sus sueños -«las demás niñas querían ser peluqueras, yo siempre quise ser camionera», indica- y lo consiguió en Ibiza, a donde se mudó en 2007 con su marido, al que habían destinado a la isla, y su hijo Javier. En Galicia lo de ser mujer le había complicado encontrar trabajo en el mundo del camión, por eso, recuerda, le sorprendió que, tras dejar su currículum, la llamaran para ofrecerle trabajo llevando un camión cisterna con el que distribuía gas. El 21 de enero de 2008 empezaba a trabajar. «Era muy feliz, me levantaba a las cinco y media de la mañana, pero era muy feliz. Iba encantada al trabajo, mis compañeros me trataban genial», explica Eugenia desde Vilanova de Arousa (Pontevedra), donde reside ahora.

Así, contenta, volvía el 2 de febrero de hace diez años de llevar gas a una casa por el camino de Cala Salada. «Venía otro camión de frente así que me aparté un poco. Al ir a continuar, el camión, que ya había avisado varias veces que no funcionaba correctamente, se había bloqueado, bajé para ver qué le pasaba y lo siguiente que recuerdo es despertarme en la UCI. Los médicos me han dicho que cuando sufres un trauma tu cerebro borra lo peor. Aún hoy intento recordar, pero no lo consigo», relata. El camión la arrolló.

Cuando abrió los ojos, después de pasar un mes en coma inducido lo primero que vio fue la cara de una enfermera que le hablaba con una sorprendente familiaridad. «Ella llevaba un mes conmigo, era yo la que la veía por primera vez», justifica, riendo, Eugenia, que señala que entre la morfina y el resto de medicamentos aún tardó quince días en ser plenamente consciente de su situación. Eso sí, asegura que, cuando despertó, ya sabía que le habían cortado la pierna izquierda. «El camión me pasó por encima», indica. Primero le cortaron la pierna por debajo de la rodilla, pero tenía el fémur destrozado y la gangrena bastante extendida, así que decidieron cortar por la cadera con la esperanza de salvarla. «También tuvieron que extirparme el riñón porque la uretra estaba desgarrada», detalla Eugenia, que señala que durante el tiempo que estuvo en la UCI (un mes en coma inducido y otro mes despierta) la sometieron a diez operaciones.

32 bolsas de sangre

32 bolsas de sangreTras despertar, su familia le explicó lo grave que había sido el accidente: «Los médicos no sabían si sobreviviría, al llegar a la Policlínica me tuvieron que transfundir 32 bolsas de sangre». De aquel mes en coma sólo recuerda «sueños psicodélicos horrorosos». Del mes que pasó en la UCI ya despierta, en cambio, se le quedó marcado el «cariño» con el que la trató todo el personal. «Los médicos, las enfermeras, el personal de limpieza... Fue algo superior. Era horrible porque las visitas estaban muy limitadas, pero ellos fueron maravillosos. Eran, casi, mi familia. Llegó un momento en que reconocía quién se acercaba a mi cama por el ruido de los zuecos», explica Eugenia, quien, precisamente, coincidiendo con el décimo aniversario de su accidente, escribió una carta a todos esos profesionales que hicieron su estancia algo más amable.

Llegó un momento, reconoce, en que no podía más. Todo le aburría y todos los días le parecían iguales y largos. Y explotó. Le dijo a una de las doctoras que se estaba volviendo loca, que no podía seguir en cuidados intensivos: «Cuando se lo decía, ella se reía y entonces yo me enfadaba más. Se reía porque en ese mismo momento me estaban preparando la habitación en planta». Esos primeros días en su propia habitación fueron «muy emocionantes». No sólo la visitó su familia, que pudo pasar ya todo el tiempo que quiso con ella, también muchos compañeros de trabajo. Y de estudios. «Trabajaba de día y por las noches estaba estudiando para ser profesora de autoescuela», explica. Entre los compañeros destaca especialmente a Joan Tur, al que se refiere como «mi padre ibicenco». Siente auténtica adoración por él y aún ahora, diez años después de aquel día que le cambió la vida y con casi 1.200 kilómetros de distancia, siguen hablando con cierta regularidad. También la visitaron sus caseros.

En aquellos momentos, su hijo Javier tenía apenas nueve años. No saber a ciencia cierta qué le pasaba a su madre fue «muy duro» para él. «Tardó en reaccionar», indica su madre, que señala que aún era «muy pequeño» para ser consciente de la realidad y, al mismo tiempo, ya tenía la edad suficiente como para darse cuenta de que algo grave estaba pasando. «Reaccionó tarde», indica antes de añadir: «Durante el primer mes realmente no sabían qué pasaría cada día. Tenía muchas más probabilidades de morir que de seguir viva. ¿Cómo le explicas eso a un niño de nueve años?».

Las operaciones no se interrumpieron al llegar a planta, donde le quedaban aún cuatro meses de hospitalización. «Me tuvieron que operar otra vez. Del muñón», recuerda. No podía sentarse. Ni siquiera incorporarse levemente. «Me llevaron al quirófano y me dijeron que me iban a sedar. Me extrañó que me durmieran entera. Al despertarme me dijeron que me habían quitado los hierros. Eso fue otra fiesta, como cuando me trasladaron a planta», indica. Incorporarse, sin embargo, no fue fácil. «Nada ha sido fácil en estos diez años», reflexiona. Tardó bastante en poder sentarse. Tras más de dos meses tumbada, se mareaba cada vez que trataba de incorporarse.

La rueda

La rueda

Lo que no se esperaba es lo que le ocurrió poco después, la primera vez que, ya en silla de ruedas, acudió a rehabilitación. «La sala en la que se realizan las sesiones está en otro edificio, fuera del hospital, al lado. Mi madre empujaba la silla y, al cruzar la plaza que hay entre los dos edificios, pasó una ambulancia y una de sus ruedas quedó frente a mi silla», explica. Tuvo un ataque de ansiedad. Ella y su madre regresaron a la clínica y fue incapaz de volver a cruzar la puerta. «No lo entendía. Había visto camiones y coches en la televisión y no me habían afectado, pero al ver la rueda ahí, delante de mí...», recuerda.

Necesitó mucha ayuda para superarlo. De hecho, está convencida de que no hubiera sido capaz sin la ayuda de Paloma, la psicóloga que entonces trabajaba en la Policlínica. «Me había venido a ver a la UCI porque le habían dicho que estaba muy bien y que eso no era normal. Estaban preocupados. En ese momento ya me advirtió de que, seguramente, tendría bajones y que, además, no podíamos saber cuándo se producirían», relata. No sólo la ayudo a ella, insiste, sino también a sus familiares. «Lo hizo a lo tonto, como si no lo hiciera, hablando con ellos cuando se los cruzaba en el pasillo o en el bar», comenta acompañando sus palabras con una risa contagiosa que jamás, a pesar de todo por lo que ha pasado, la ha abandonado. También ríe al recordar a la familia que lleva el bar de la esquina de la calle de la clínica, Es Artesans. Para ellos, explica, era «la niña». No sólo cuidaron de su familia en los largos meses de hospitalización sino que, además, siempre le enviaban algo de comida que le hacía la estancia más «sabrosa». Eso de «la niña» no le suena raro. Lo ha sido, siempre, en su casa. «Soy la menor de tres, los otros dos son chicos y, además, soy la que más se parece a mi padre, que también fue camionero», indica.

Casi peor que esos momentos de ansiedad fueron, cuando consiguió salir de nuevo a la calle, las miradas de la gente: «Llevaba meses en mi burbuja, rodeada de mi familia y del personal. Todos me miraban como a una persona normal, que es lo que soy, pero la gente...». Ahora, afirma, ha aprendido a no dar importancia a esas miradas dirigidas a la pierna que ya no tiene. De hecho, ya de regreso en Galicia, asegura que una clínica especialista en ortopedia se desvivió por encontrar una prótesis para ella. Pero fue imposible. Por el corte, a la altura de la cadera, y por la falta de tejido en la nalga. Lo intentaron «millones de veces» y de mil y una formas, probando diferentes modos de anclaje, de acolchamientos para que no le dolieran e, incluso, después de pasar de nuevo por el quirófano. Un cirujano plástico de Pontevedra le hizo «una pseudonalga» para ver si era posible anclar la prótesis. «Pero al no haber movimiento acababa habiendo una pérdida muscular», concluye. Además, el isquio se le clavaba en la carne, algo que tampoco pudieron solucionar en esa intervención: «Había que limarlo, pero la cadera había quedado tan destrozada tras el accidente que, al limar el hueso en vez de polvito caían trozos. Así que lo dejaron». Lo intentó una vez más, en 2012. Acudió a Valencia, a la consulta del doctor Pedro Cavadas, de la que confiesa que salió algo decepcionada: «Aún estoy esperando que me llame para decirme algo».

La fecha en la que recibió el alta la tiene grabada: 28 de julio de 2009. El día siguiente regresaba a Galicia acompañada de su madre. Su marido, que seguía destinado aquí, se quedaba en la isla y ella, en aquel viaje con trasbordo en Madrid y con una silla de ruedas que aún no controlaba bien, empezó a ser consciente de cómo sería su nueva vida. «Era muy dependiente, necesitaba alguien conmigo las 24 horas. Durante todo un año, hasta que se cerró, tuve que curarme el muñón todos los días. Con mi marido trabajando y con mi hijo, no me podía quedar aquí», explica. Lo mejor de aquel 29 de julio fue, sin duda, ver la cara de su hijo, a quien los abuelos ya se habían llevado a Pontevedra días antes. Era su cumpleaños y lo último que se esperaba es que su madre estaría con él. «¿Cómo iba a perdérmelo, después de todo lo que había pasado?», exclama Eugenia.

Regreso a Galicia

Regreso a Galicia

Ella y su hijo se instalaron en casa de sus padres, que tuvieron que adaptar el baño para su silla de ruedas. Nueve años y medio después de recibir el alta vive con su marido y su hijo, que ahora tiene 19 años -«es todo un hombre, un amor que me ayuda muchísimo»-, en un pueblo cercano al de sus padres. «Aún no soy independiente del todo», reconoce Eugenia, que lamenta que las calles de Vilanova de Arousa aún no sean plenamente accesibles para las personas que van en silla de ruedas.

Lo peor, sin embargo, son las barreras burocráticas a las que, diez años después de quedarse en una silla de ruedas, tiene que seguir enfrentándose. Han sido varias ya las ocasiones en las que la mutua le ha retirado la rehabilitación: «Dicen que la pierna no me va a crecer, pero mejora mucho mi calidad de vida». Ha tenido que ir a juicio por este tema hasta en cuatro ocasiones. «Es de locos. Bastante he peleado. Siento dolores en el muñón, dolores en el miembro fantasma y, cuando cambia el tiempo, tengo una central eléctrica en la cadera. Me saca de quicio la burocracia. Tengo que demostrarles constantemente que me falta una pierna», critica. Tampoco lo tuvo fácil su marido, a pesar de la situación de Eugenia, para que aceptaran su traslado de Ibiza a Galicia.

Eugenia explica que en este tiempo han sido varias las personas que le han comentado que no hubieran sido capaces de pasar por lo que ella y que, quizás, habrían preferido quedarse en el accidente. Ella lo tiene claro: está feliz de haber sobrevivido. No quiere ni pensar en lo que hubiera supuesto para su hijo perder a su madre a los nueve años. Y, aunque tiene momentos malos en los que se viene abajo -«como cada vez que la mutua me retira la rehabilitación»-, desde el primer momento tuvo claro que tenía dos formas de afrontar su realidad: amargándose ella y amargando a los suyos, o tirar para adelante con el mejor ánimo posible. «Nadie dijo que la vida fuera fácil, está llena de obstáculos y estos son los míos», afirma. «En casa soy la más fuerte de todos. Disfruto de la vida», concluye, riéndose.