Cati Ferrer es presumida. Coqueta. No tiene problema alguno en reconocerlo. Comenzó a maquillarse «jovencísima». De hecho, ahora, a sus 86 años, no baja al salón del Hospital Residencia Asistida de Cas Serres, donde vive, sin haberse pintado un poquito. «Siempre me pinto los labios, las uñas no, eso no me gusta», comenta sentada en un rincón del comedor mientras espera que la maquillen. Para eso han venido Chus Ramírez, maquilladora desde hace 18 años, y Gabi Romero, su ayudante.

«Hace tiempo que quería hacer algo así», explica Chus antes de comenzar la tarea. Le hubiera gustado que el taller de maquillaje coincidiera con uno de esos días «más especiales», pero hay tantas actividades estos días en el centro... «Al final, el día en que se haga es lo de menos. La intención es que pasen una jornada diferente, darles un poco de alegría y cariño, porque sé que en las residencias siempre hay gente que se siente sola», continúa mientras a su alrededor varias de las internas la escuchan y le preguntan por lo bajini al personal del centro si aún están a tiempo de apuntarse.

«Quiero que se sientan más guapas aún, que vean que no es necesario que haya una ocasión especial», indica Ramírez. A su espalda, Gabi ha comenzado ya a maquillar a Cati, que cierra los ojos y se deja hacer. Eso sí, mientras la maquilladora le golpea suavemente bajo los ojos con un producto y le difumina polvos sobre la piel, Cati recuerda su juventud. Que quería ser misionera, carmelita, y recorrer el mundo. Y que aunque no llegó a hacerlo, se comprometió «con el Bon Jesús». «Mira, ésta es la alianza», indica mostrando su anillo de oro sin abrir los ojos, sobre cuyos párpados Gabi extiende una base. Justo en ese momento, la maquilladora se fija en las cejas de Cati. Tan perfectas que se pregunta si son tatuadas. «¡No!», indica Cati sin poder evitar la risa: «Me las pinto yo cada mañana». Reconoce que, alguna vez, no han entendido que a una mujer «casada con Dios» le gustara pintarse, arreglarse, ir bien vestida, estar guapa. «Una cosa no está reñida con la otra», afirma.

Lo natural, para los demás

En las manos de Chus está ya Carmen Valiente. Vital y juvenil, a la gente le cuesta creer que es una de las internas en la residencia. También que tenga 76 años. «Pues llevo aquí once años», detalla, alegre. Ella es de las que se pinta un poco todos los días. Y le gusta el labio rojo.

Nacida en el valenciano barrio de Ruzafa, Carmen recuerda las malas caras que, de joven, le ponía su padre cuando, cumplidos ya los 18 años, la veía con algo de maquillaje. «Siempre me decía que lo natural era más bonito. Yo siempre le contestaba que vale, que para él lo natural, entonces», narra. Chus, pincel en mano, no puede aguantar la risa. «Pero luego, cuando había una fiesta o una celebración, mi padre también me decía que a ver si maquillaba un poco a mi madre», continúa.

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Maquillaje en la residencia Cas Serres

Entre todas las mujeres que se congregan alrededor del improvisado salón de maquillaje se encuentra Vicent, uno de los residentes que, desde su silla de ruedas, no pierde ojo de lo que está ocurriendo. «Te hemos robado el sitio», le indica, cariñosa, Margarita Ferrer, la coordinadora del Centro de Atención de los Trastornos de la Memoria, que, mientras maquillan a Carmen, le recuerda «el día» que se pintó los ojos de un verde tan intenso como inolvidable. Hoy la sombra que le han aplicado es más suave, más natural. A su padre le gustaría. Los labios bien rojos, eso sí. Se mira al espejo. Y se ve guapa. «Me falta un poco de eyeliner. Yo es que soy muy de eyeliner», confiesa cediendo su puesto a Maria Riera.

Chus retira la butaca en la que ha estado sentada Carmen para que quepa bien la silla de ruedas de Maria. Ella sí tiene muy claro que quiere algo muy suave. Nunca ha sido muy de maquillarse. «Cuando era jovencita me pintaba, pero sólo para las fiestas, para las bodas, pero ahora ya no», explica, seria, alzando un poco la cara para que Chus empiece a mirar cómo tiene la piel.

Piel «muy hidratada»

La lista de residentes que quieren que las maquillen no hace más que crecer. «Les habíamos pedido que se apuntaran, pero sólo lo hicieron algunas», comenta una de las trabajadoras del centro, mientras va añadiendo los nombres de todas las mujeres que se van acercando a la mesa en la que Chus y Gabi han desplegado todo su arsenal de belleza.

«Tendremos que quedarnos toda la mañana», indica, emocionada por la respuesta que ha tenido la iniciativa, que ha impulsado por primera vez. La maquilladora explica que lo más importante, a la edad de las mujeres que viven en la residencia, es la hidratación de la piel. Eso, asegura después de que por sus manos pasen unas cuantas, lo hacen. A la hora de maquillarse, indica, se trata de utilizar productos que no acentúen «las arruguitas».

«¿De qué color le gustan los ojos?», pregunta Gabi a Cati, que no se lo piensa ni un segundo: «Verde clarito». La maquilladora le muestra una sombra que tira a esmeralda. No le convence. Busca otra de color verde hasta que encuentra una, un poco metalizada, más clarita y de tono oliváceo que le encanta. «Siempre he tenido muy claro qué me gustaba y qué no. Y siempre me ha gustado pintarme los ojos de verde», justifica. Gabi le extiende con cuidado el color. Y le aplica rímel en las pestañas. Sólo falta el pintalabios. Y con eso Cati tampoco admite experimentos. Por eso saca de un bolsillo su propia barra de labios, la que utiliza todos los días, brillante y de un rojo terroso, que utiliza la maquilladora antes de cogerle la barbilla con dos dedos y una delicadeza exquisita para levantarle la cabeza y comprobar el resultado. Gabi le tiende un espejo a Cati, que observa su reflejo durante unos instantes. Le sorprenden sus ojos. Se los ve más grandes. Más vivos. Es por las pestañas. «No me pongo rímel. Es que el pulso ya no es el mismo», lamenta.