Falta un cuarto de hora para que la Feria de Navidad de Ibiza y Formentera Contra el Cáncer abra sus puertas y centenares de personas aguardan ya frente a la puerta del Recinto Ferial. La cola da la vuelta al edificio y en el aparcamiento no cabe ya un coche más. Entre los que aguardan, multitud de niños. Deseosos, todos ellos, de poder sentarse en las rodillas de Papá Noel y explicarle, de tú a tú, lo que esperan encontrar esta Nochebuena en sus calcetines. Jan, de cuatro años, sa saltitos cuando ve, en la esquina del edificio, el cartel donde se ve a Santa Claus. «Quiero la barca de la 'Patrulla Canina'. He pedido muchas cosas, pero eso lo quiero mucho. Si sólo puede traerme un regalo tiene que ser ése», comenta.

A las doce, con puntualidad (británica, obviamente), se abren las puertas. Veinte minutos más tarde el recinto está a rebosar. Babette, una de las voluntarias, apenas da abasto en su zona de zapatos y bolsos de segunda mano. No deja de responder preguntas, buscar tallas, cobrar, meter en bolsas... «Acabamos de abrir pero ya se ha vendido mucho», afirma Babette, una de las pocas voluntarias que no va vestida de rojo, mientras atiende a Josefa, que confiesa que tiene 70 euros «todos en monedas» para gastar.

Josefa trabajó durante muchos años en el Royal Plaza, hotel propiedad del anterior presidente, José Colomar, que animaba a sus trabajadores a colaborar con los enfermos de cáncer y sus familiares. Desde entonces, señala, acudir a esta feria bienal se ha convertido en una tradición. Durante todo el año, cuando se acuerda, Josefa mete el dinero suelto en un colorido monedero de flores. De él saca los diez euros con los que paga tres bolsos. Y en él rebusca para pagar, con otros diez, unas botas rosas. «No he tenido nunca a nadie en la familia con cáncer, pero eso da igual, ayudar sale de dentro, no hace falta haber pasado por eso», comenta antes de seguir la ruta hasta agotar su monedero de flores.

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Fiesta solidaria de IFCC

Apenas se puede pasar entre las mesas y los percheros. La gente busca las auténticas gangas. En una de las mesas destacan, rosas y relucientes, unos auténticos Jimmy Choo ¡a cinco euros! Vuelan, claro. Lo mismo que un abrigo largo, de piel de conejo. Y que un vestido que no desentonaría en una alfombra roja: tul negro, escote corazón, corte en A y brillos en la cintura. Gladys se prueba un abrigo de gamuza rosa forrado de borreguito. Le queda como un guante. Es el segundo. En una de las bolsas carga ya otro abrigo bien calentito para este invierno que no acaba de llegar que le ha costado la friolera de ocho euros.

Sombreros y butacas

Un grupo de niños se divierte rebuscando en una montaña de sombreros y probándose los más llamativos: gorros con flores, enormes pamelas de playa, gorras de animal print... Pero sólo hasta que se dan cuenta de que a menos de un metro tienen la sección de disfraces, poblada de caretas, antifaces y coronas.

Manuel se ha enamorado de unas butacas de terciopelo, muy de los años 60, que hay en la zona de decoración. «No contaba con encontrar algo así. He venido caminando desde Vila, no puedo llevármelas», comenta poniéndoles ojitos a las butacas, que cuestan 25 euros. En este espacio no sólo hay lámparas, jarrones y pequeños muebles. Hay sofás de salón y hasta mesas de comedor para familias numerosas con todas sus sillas.

«Todo nuevo», se lee en uno de los puestos centrales. Es el que atiende Beryl, que perdió a su marido por un cáncer el año pasado. Luce un navideño y calentito mono y, como las decenas de voluntarios que atienden los 36 puestos, un gorro de Papá Noel. También lo luce Helen Watson, presidenta de la asociación, que anda de un sitio para otro, controlándolo todo durante la feria, que se prolongará hasta las nueve de la noche y en la que confían recaudar, al menos, los 43.000 euros de la anterior edición.

«Nos hemos quedado sin pan», confiesa. Hace poco más de una hora que la feria ha abierto sus puertas y las existencias de todo han bajado de forma considerable. Eso también lo tiene previsto: «Hemos guardado cosas, sobre todo de ropa, para sacarlas a primera hora de la tarde, para que los que vengan después de comer encuentren también algo bueno», comenta mientras se acerca al puesto de los pasteles para llevar los dulces que acaba de traer una voluntaria. A escasos metros, a Papá Noel se le acumula el trabajo. Decenas de niños hacen cola frente al pasillo de nieve que conduce al viejo barbudo. Otros pequeños, en cambio, se atrincheran en el puesto de juguetes. Izan, de tres años, se ha montado en un colorido triciclo de plástico de la que su abuelo, Pepe, no consigue llevárselo. Y no hay soborno que valga. Ni Papá Noel ni un trozo de pastel de chocolate ni un coche de carreras. Él quiere el triciclo. Cuando Pepe ve el precio (5 euros) se le abre el cielo: «¡Anda! Aunque sea sólo para dar una vuelta por aquí, ya me vale». Izan, con una sonrisa que casi le da la vuelta, se lanza a recorrer el recinto montado en su triciclo de segunda mano.

Pasadas la una, el espacio bulle de actividad y empieza a salir de la cocina el olor de la paella que «el señor Paco» y sus ayudantes están preparando. Aún tienen para rato. El arroz se servirá pasadas las dos. «Hora española», comenta, contenta, Watson.