Posiblemente porque eran los árboles que mejor visualizaban el mundo mágico de nuestros cuentos infantiles, en mis recuerdos siempre encuentro una especial fascinación por los olivos, por los viejos olivos. En sus nervaduras y retorcimientos veía rostros deformes que asomaban prisioneros en sus troncos; y cabezas de animales imposibles en sus ramas. Desde lejos, algunos olivos parecían gigantes a los que el viento daba vida al mover su cenicienta arboladura.

El paisaje de olivos que de día era bucólico y virgiliano, de noche resultaba inquietante y amenazador. Los olivos no sólo eran olivos porque algo había en ellos del trasmundo que alimentaba nuestras fantasías -a veces, pesadillas- de magos, duendes, dioses y demonios. Muchos años después, ya mayor, he podido ver que en las ilustraciones de la Divina Comedia los árboles que visualizan los alucinados relatos de Dante son olivos. Nosotros los teníamos a un tiro de piedra en el Puig des Molins que entonces era un ámbito rural.

Tanto era así, que en la cima de la colina había molinos harineros. Y una casa payesa, todavía habitada. Y no era raro ver a un payés marcando con la reja una mínima feixa. O a un pastor cuidando de su hatillo de ovejas entre las tumbas. Hasta mediados de los años 60, el museo que conocemos no existía o, mejor dicho, era una construcción abandonada, cuatro muros que parecían una ruina de guerra.

Colina con olivos y cuevas

Nosotros sabíamos que las bocas que descubrían las piedras eran la entrada de antiquísimos enterramientos, pero el lugar era entonces inequívocamente agropecuario y no nos transmitía en absoluto la idea que a nuestra edad teníamos de los cementerios. La palabra necrópolis la conocimos después. Lo que nosotros veíamos era una colina con olivos y cuevas, un paraíso para nuestras escapadas y juegos. De aquellos días viene mi amor a los olivos.

Fueron aquellas vivencias infantiles las que hicieron que, luego, ya mayor, me interesara por el árbol. Y entendí por qué el olivo simboliza la esencia misma de lo que ha sido y es el Mediterráneo. Y el árbol que mejor explica nuestra cultura y nuestra historia.

A poco que uno se asome a la naturaleza del olivo y, más concretamente, a la biografía pitiusa del árbol, se entiende el por qué de su enraizamiento en nuestro suelo. Un detalle determinante lo tenemos en el arco climático que admite el olivo y que va, en términos extremos, desde 0º a 45º. Por debajo y por encima de estas temperaturas, el olivo se resiente. Puede soportar episodios más duros si son esporádicos y breves, pero si el frío es excesivo y la solanera persistente, sea varios días bajo cero a por encima de los 50º, el olivo, en uno u otro caso, se congela o se abrasa.

De aquí que toda la cuenca mediterránea sea, por su bonanza, un paraíso para los olivos que crecen feraces desde el codo de las islas griegas a nuestras islas occidentales. Podemos encontrarlos, por supuesto, unos cientos de kilómetros tierra adentro, perfectamente entablados en los campos de Jaén o de la Provenza, pero el olivo tiene querencia por el mar y agradece tenerlo a la vista.

Soledad y silencio

En tal caso, poco importa que los suelos sean secos y pedregosos, porque, como sus hermanos de brega, higueras, pinos, sabinas y algarrobos, el olivo vive como un estoico y austero trapense. Agradece los cuidados, pero no pide nada.

La casta le viene del asilvestrado ullastre o acebuche. El olivo, eso sí, requiere soledad y silencio. Si las lluvias son escasas, sus frutos no son tan suculentos como suelen, son menos carnosos, pero el árbol mantiene su reciedumbre.

Le basta la humedad nocturna. Y aprovecha, sobre todo, la cercanía del mar del que absorbe esa brisa que siempre llega al anochecer, cuando el aire caliente de la tierra asciende y el vacío que deja lo llena la marinada.

Esto explica que el olivo haya echado raíces en el Mediterráneo y que en nuestros suelos tengamos los ejemplares más longevos y espectaculares, árboles que nos dejan boquiabiertos porque los siglos y los meteoros han hecho de ellos esculturas vivas, cíclopes fosilizados, árboles que pueden tener 600, 700 o más años y que 10 hombres no pueden abrazar.