«Solo salgo para renovar la necesidad de estar solo» (Lord Byron).

Aunque el territorio de Ibiza parece extinguirse en sa Cala de Sant Vicent, los auténticos confines aguardan en los acantilados de Allà Dins. No existe rincón de Ibiza que ejemplarice con mayor contundencia esa máxima insular que reza que el paisaje más asombroso siempre acecha tras la próxima curva. Para alcanzar este Finisterre pitiuso, hay que atravesar la orilla de sa Cala y ascender hasta la cumbre del monte, donde muere el camino.

El propio topónimo ya define su aislamiento y encaja con la sucesión de calas pedregosas e inhóspitas enhebradas en el horizonte. Algunas son inaccesibles salvo por mar y otras permanecen conectadas a través de un sendero de origen incierto y desdibujada huella, que serpentea por un tupido bosque. Poco importa que en tan insólito paraje se yerga un notable complejo hotelero, con varios edificios de apartamentos entre los pinos. Sus moradores o bien se han dejado arrastrar hasta allí por puro desconocimiento o verdaderamente les atraen las vacaciones solitarias.

Son, en todo caso, los únicos que lo disfrutan. Ni los propios ibicencos, salvo los oriundos de sa Cala, conocen la existencia del lugar.

El lugar de partida es sa Punta des Forn, donde se asientan los servicios comunes del establecimiento. Hay que bordear el complejo desde la piscina y descender unos metros hasta el mar, donde aguarda, a la derecha, la primera cala de acceso imposible, conocida como es Racó de sa Penya Blanca por el tono lechoso del acantilado, del mismo color de la arena de la breve orilla, que contrasta intensamente con un mar de hipnótico turquesa.

Las capas de estrato que se suceden en lo alto del precipicio también llaman la atención, pero no tanto como las que se superponen trazando diagonales perfectas y paralelas justo bajo las instalaciones del complejo, en la denominada cueva de sa Penya Blanca. Una breve hendidura que, sin embargo, ofrece un espectáculo geométrico que recuerda al de los tramos más abruptos del cercano islote de Tagomago, invisible desde aquí.

Breve historia

De frente, sobre los escollos que cierran la bahía por la derecha, el faro de sa Punta Grossa, errática luminaria de breve historia, apagada para siempre en 1916. A pesar de la distancia, se distingue el estado ruinoso del edificio, ya solo frecuentado por excursionistas temerarios. El sendero de dos kilómetros pegado al acantilado que hay que transitar no es apto para patosos ni aquejados de vértigo. Desde Allà Dins no es accesible.

Hay que atravesar la urbanización que se aposta en lo alto de sa Cala y seguir costa a costa, vigilando con cuidado donde se pone el pie. Al verlo allá lejos, tan aislado del mundo, cabe rumiar con sobrecogimiento sobre la vida dura y silenciosa de los fareros, que afrontaban a diario una odisea simplemente para ir a recoger el correo hasta Sant Joan.

Al otro lado de la cueva, hacia el norte, se avista más próximo un tramo de costa rectilíneo, sin la media luna que caracteriza las calas. Es es Clot des Llamp, entre las puntas de es Forn y s’Estacada. Para alcanzarlo, hay iniciar el recorrido por el bosque, partiendo frente a la recepción del complejo. El siguiente y minúsculo recodo, únicamente visible desde el mar, se llama Caló des Moltons y en él desemboca es Torrent des Ullastres.

El paseo concluye en s’Aigua Dolça, también llamada Cala des Jonc, profunda como una ría, también pedregosa y con un manantial que brota entre las peñas cercanas, dando origen a su nombre. Ahí, definitivamente, parece acabar Ibiza.