«Si quieres ser viejo mucho tiempo, hazte viejo pronto» (Cicerón).

Tal vez desde los desvencijados graderíos, huérfanos de una mano de pintura desde hace lustros, o en la terraza de la cafetería, hoy mero terraplén elevado y polvoriento, aún es posible percibir el eco acompasado de los trotones de antaño. Quizás, una vez desmontados los puestos y concluida la procesión de buhoneros de fin de semana, con el viento y el zumbido monótono de los coches que deambulan por la autovía como única presencia, la imaginación pueda sobrevolar tan ruinoso escenario y rememorar aquellos tiempos gloriosos de hace cuatro décadas. En esa Ibiza que comenzaba a despertar de una letanía de miserias, no existía mayor espectáculo que aquella suerte de carreras de cuadrigas adaptadas a la simplicidad del siglo XX.

Resulta insólito que en una isla sin apenas piscinas públicas, pistas de atletismo o polideportivos, fueran inaugurados cuatro hipódromos en menos de un cuarto de siglo, promovidos por empresarios privados y destinados a un subgénero tan atípico en España como las carreras de trotones. Y si sorprende la rapidez con que irrumpieron, aún desconcierta más la velocidad con que iniciaron un interminable proceso de declive que aún perdura.

Muy probablemente haya que buscar el germen de esta afición en las improvisadas galopadas que los payeses disfrutaban a bordo de sus carros, cuando los domingos se cruzaban con algún vecino camino de la parroquia. Luego, de Mallorca, que a su vez adoptó la costumbre de Francia, llegaron las carreras de trotones, esos carros ligeros de dos ruedas tirados por un solo caballo y con un jinete a las riendas. Las carreras se celebran en días festivos, por los caminos de la isla, y se complementaban con una sucesión de competiciones ilegales donde se apostaba sin freno.

Afición

La afición era tal que a finales de los años 50 irrumpió la idea de construir el primer hipódromo en sa Blanca Dona. Aquella pista, pionera y desnuda, duró pocos años y fue sustituida primero por instalaciones militares y después por el actual instituto. En 1965, a pocos metros, se erigió el de Can Bufí. Ya contaba con cuadras, bar y zona de apuestas, y perduró hasta mediados de los setenta, para acabar reducido a ocasional escenario de conciertos y pedregoso campo de fútbol. El de Sant Jordi llegó en tercer lugar. Se inauguró un 19 de marzo de 1978, festividad de Sant Josep, y lo impulsó Josep Ribas, 'Puvil', con la colaboración de Joan Vich. Su infraestructura superó a las anteriores, al disponer de una pista de 430 metros, cuadras para 40 caballos, graderío, bar-restaurante y sala de apuestas. Un éxito inmediato que, sin embargo, a partir de 1984, tuvo que competir con el nuevo hipódromo de Sant Rafel, aún más grande -pista de 800 metros, cuadras para 100 equinos e iluminación para carreras nocturnas-. Este último es el único por el que aún ruedan trotones, aunque sobrevive a duras penas gracias al capital público que inyecta el Consell Insular, que asumió su gestión en 2003.

La única huella de aquel particular 'circo máximo' de Sant Jordi es su colección de trofeos hípicos. Se exhiben sin lustre en las baldas del bar y contribuyen, a su manera, a la atmósfera decadente que impregna cada palmo del recinto.

Lo previsible es que el hipódromo de Sant Jordi hubiese muerto, como sa Blanca Dona y Can Bufí. Sin embargo, antes de exhalar un último aliento, evolucionó por sorpresa a rastro de buhoneros, quincalleros e improvisados comerciantes de género usado. Y, pese al depauperado escenario, tiene su gracia.