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Hoy hace veinticinco años que me casé por primera vez. No me conservo en formol. Simplemente, era una niña. Tuve que pedir una emancipación en el juzgado para hacerlo.Tenía quince años cuando dejé una nota en la mesita de noche de mis padres pidiéndoles perdón por la vergüenza que sabía que les iba a hacer pasar. Estaba embarazada, y me iba; quería tener a mi hija. Un escándalo en mi pequeña Ibiza. Mis propias compañeras del instituto me regalaron una cuna, pero esa es una parte bonita de la historia y, la que quiero contaros hoy, es terrible: mi matrimonio.

Veinticinco años y, sin embargo, la posibilidad de que, de no haberme divorciado, hubiera llegado a celebrar unas bodas de plata, no existe. Cuantos nos conocieron podrían dar fe de que, de no haberme ido, hace mucho tiempo que estaría muerta.

Estaba hace veinticinco años exactamente, a punto de entrar a casarme en la ermita de Moncada, en Valencia, y no fue hasta esa noche, noche de bodas, en que me dio mi primera paliza. Yo estaba embarazada de siete meses y mi hija oprimiendo la vejiga me hacía ir cada media hora al baño, de modo que, cuando llegó la tarta de bodas llena de velas en el convite, yo no estaba en la mesa. Ese fue el motivo. Me dijo que lo había humillado delante de toda su familia. Son unos años absolutamente borrosos en mi memoria. Por supuesto, un mecanismo de supervivencia, o los recuerdos pueden matarte al igual que un golpe.

No hace falta entrar en detalles escabrosos de torturas, violaciones y vejaciones. Los «pretextos para» fueron siempre dos: quería más a nuestra hija que a él o celos, celos lanzados como cuchillos hacia nadie en concreto. Íbamos a cruzar la calle y me preguntaba que quién iba en aquel autobús. Ni siquiera sabía a qué autobús se refería, y ya empezaban los insultos. Me gritaba que confesara a quién había mirado. Aunque llorase y jurase que a nadie, no había nada que hacer... Después, con el tiempo, no hacía falta salir ni a la calle. Decía que me conocía mejor que yo y sabía cuánta lujuria desatada había dentro de mí y le bastaba mirarme para saber «todo lo que estaba deseando hacer con otros». Y a gritos en la cocina, me daba todos los detalles y lanzaba los platos y, después, me lanzaba a mí con nuestra pequeña hija en la mesa.

En este punto, probablemente, estáis entre dos de los pensamientos que más me encuentro cuando sale el tema del maltrato: «¿Cómo puede una mujer dejarse maltratar?». Y «¿no denunciaste?». Os digo, primero, que nadie «se deja maltratar». Es maltratado y el maltrato no es una paliza perdida entre muchas horas felices o, simplemente, «normales». El maltrato es continuo, veinticuatro horas al día, en cada una de las parcelas de tu vida.

Puede empezar porque ya no vistes como vestirías, ya no hablas como y con quien hablarías o ya no te mueves como te moverías. Estás tan agotada psicológicamente (sí, sí, agotada porque el tiempo que el resto de la gente emplea en dormir y regenerarse tú lo empleas en sobrevivir), que negocias todo con tal de que no te peguen, o te insulten o... Que lo hagan cuanto antes para poder descansar, aunque sea un poquitito, antes de irte a trabajar. Negocias que te lo haga a ti y no a tu hija, negocias que no te pegue en la cara, para que no te deje marcas que no puedes explicar y te despidan del trabajo por traer problemas.

Por eso, si os cruzáis en el camino con una mujer que sospecháis que está siendo maltratada, no habléis con ella, no intentéis convencerla de lo que tiene o no tiene que hacer. ¡Sacadla! Alejadla un mes y no le preguntéis o esperéis que os cuente. Solo dadle de comer, llevadla a caminar por la playa en silencio, bañadla o cepilladle el pelo, hasta que asome por algún lado la mujer que antes era; la que en realidad es.

Denuncia y detención

La segunda parte; la de «¿no denunciaste?». Por supuesto, sí. Una sola vez. Me tenía arrinconada en el suelo, pateándome la cara «para que ningún tío me volviera a mirar» y perdí el conocimiento. Una amiga me llevó a urgencias. Me había causado un derrame cerebral y me había dejado ciega de un ojo. Durante días mi visión tenía un agujero negro... Como mi propia vida. El médico que me atendía, sabiendo cómo funcionaba la burocracia, me dijo que no me permitía volver a mi casa y que me llevaba a la suya. Hombres así; ángeles, encontré algunos en el camino. Yo huía especialmente de ellos para que no los matara y, creedme, sé con hechos de lo que era capaz mi marido. Así que hui del hospital, pero fui a la policía, y lo denuncié.

Fueron a casa y se lo llevaron a la comisaría. Le preguntaron y contestó que sí, que me había pegado, porque yo era su mujer. Esa fue toda la razón que dio para hacerlo... Le mandaron a casa hasta que saliera el juicio ¡a la casa en la que yo estaba, ciega de golpes y tras haberlo denunciado! Así funcionaban las leyes hace veinticinco años. Por cierto, nunca me llamaron para ningún juicio...

Tiempo después, me tiró del tejado de casa, con tan mala suerte (para él), que unos amigos suyos estaban llegando y lo presenciaron todo, incrédulos. Fueron a buscar muchos más amigos y, mientras, me encerraron en un baño y me dijeron que no saliera escuchara lo que escuchara. Él gritaba y me escupía su amenaza más común: era yo quien iba a matarlos, porque él los mataría por mi culpa. Yo «le obligaba» a matarlos. Yo era siempre la que «le obligaría» a todo aquello: matar a mi familia, matar a mis amigos, matar a cualquier desconocido que él viese que me hablaba o, simplemente, me miraba en cualquier circunstancia... Violar a nuestra hija.

Mi hija fue todo lo que me llevé de aquella casa aquel día. Sin embargo, por supuesto, las torturas no terminaron ahí, aunque ya nunca jamás pudo ponerme una mano encima. Sí siguieron las amenazas, el acoso para mí y cuantos me rodeaban. Los compañeros de trabajo iban desapareciendo con disculpas tímidas. Sabía perfectamente por qué lo hacían... Me marché de Ibiza. Ese fue el motivo: me marché huyendo y, si Mallorca no hubiera bastado, me habría ido a otro lugar.

Hoy he vuelto a soñar con él. Fue la pesadilla que más me ha perseguido a lo largo de los años. ¿Sabéis qué sueño? ¿Que me pega, que me maltrata? No. Sueño que me despierto y nunca me fui; sigo ahí. Es cuando he sabido qué día era hoy, y que tenía que escribirlo. Ya estuve a punto de escribir, hace poco, el 25 de noviembre, porque era el Día Contra la Violencia de Género, pero hubiera sido un post más bien «en contra de los días en contra», porque no encuentro que hacer una maratón en una ciudad sirva más que para que un político en chándal salga en portada. Porque puedo opinar y opino, y esas campañas con mujeres sangrando no les sirven a las mujeres que sangran, como tampoco sirven las cifras de muertes. Primero, porque no quieres ser «eso» y, como no quieres, pierdes la capacidad de verte relacionada en esas caras o esas lápidas. Creo mucho más que han de verse «historias de después». De las que hemos salido y nos hemos reconstruido en otro lugar, porque con otra vida en otro lugar sí sueñas.

De hecho, el único hilo de vida que te queda es esa esperanza. También creo que hay que potenciar que seamos los otros; los de fuera, los de detectar las señales y actuar, porque somos un equipo, porque todos en un momento dado podemos encontrarnos perdidos y es preciso (y precioso) saber que habrá otros que vengan puntualmente a rescatarte. De todos modos, aunque intenté escribir ese Día Contra la Violencia de Género... No pudieron mis dedos. Hoy, ya veis, no podían no hacerlo.

Sé que muchos de los que me conocéis y me queréis, estaréis desconcertados con esta historia, preguntándoos incluso, si de verdad todo eso me pasó a mí. No, claro que no. Esa no fui yo nunca. Yo soy, de verdad, la que veis ahora. La que os sonríe desde hace tantos, tantos años. Hubo unos años en que no existí. Te difuminas hasta llegar a límites en que podrías desaparecer, pero ¿sabéis qué? Que incluso si desapareces entonces, si eres un titular del telediario de «la mujer fallecida por violencia de género número 102 en lo que va de año», tampoco eras tú. Pero, como yo no quiero borrarme, permitidme la licencia de decir que fueron esos años, y no yo, los que no existieron.

Blog 'Otropostdata.com (14 de mayo de 2018)

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'Los asuntos pendientes':

Un tipo me llamó por mi nombre y supe que no, que todavía no habían acabado los asuntos pendientes

Me disculpé, pero no era capaz de reconocerlo. Me dijo que él sí habría reconocido en cualquier lugar aquella cara de niña. Le pregunté, quizá, si del balonmano. Ibiza es así ¡todos se conocen! y yo soy un bicho raro. Raro porque soy una ibicenca fuera de Ibiza y raro porque mi memoria funciona de un modo particular y necesito tirar de mi prima (mi auténtico disco duro externo) para recordar muchos de los personajes que dejé atrás hace tanto. Pero ellos sí me reconocen.

Me dijo que no, que me conocía de mi matrimonio y automáticamente empecé a temblar ¡tan poca gente me conoce de entonces! Tragué saliva, le expliqué que eran unos años casi borrados, que lo sentía y, para cuando iba a dar una explicación más larga y más rara de que los recuerdos también matan, él me cortó diciendo que se alegraba mucho de que hubiera olvidado. Me dijo su nombre. No lo recuerdo en absoluto.

Me contó que éramos amigos, que él era más joven, apenas 16, pero nos llevábamos muy bien. Le creo. La verdad es que me cayó bien automáticamente. Después me dijo que había pensado en mí con frecuencia. Que le habían contado, que sabía... pero, aun así, recordaba a menudo «cuando estuvimos tan mal». Le dije que ese plural me parecía tremendamente injusto. Fui yo, solo yo, la que «estuvo mal».

Me dio la razón y me dijo que fue testigo de cosas terribles que no quería nombrar. Le dije que sentía muchísimo que hubiera tenido que presenciarlas. Que nadie merece siquiera verlas.

Le pregunté si estaba el día que me tiró del tejado y asintió con el gesto descompuesto. Me dieron ganas de abrazarle. Le di las gracias y, de hecho, es la primera vez que tengo la ocasión de dar las gracias a alguno de los que me salvaron la vida. «De no haberme ido aquel día» empecé yo, y los dos acabamos la frase: «estarías muerta».

Algo quiere de mí la vida ¡algo quiere! Que recuerde o no, pero os lo cuente... O, quizá tan solo, a saber... recordarme la suerte que tengo de estar VIVA.