Braulio Albiñana, de 53 años, ya se ha acostumbrado últimamente a que lo confundan con un yonqui por su apariencia. Él asegura que jamás ha sido consumidor de drogas y que se contagió con el VIH hace 31 años por una antigua relación corta «con una chavala de Valencia». Hace un año, cuando ya hacía unos meses que se veía obligado a vivir en la calle, se puso tan mal que perdió 32 kilos y tuvo que ser ingresado de urgencia. «A los 15 días, tras un montón de pruebas, me diagnosticaron leishmaniasis visceral y eso derivó en que el VIH pasara a categoría de sida».

Su lamentable estado de salud se agravó al «activarse la hepatitis B» que él habría contraído de la misma persona que le contagió el VIH y que «habría pasado y estaba latente». Además, tras esa crisis, tuvo que lidiar con un enfisema pulmonar, carencia de vitamina D o el bazo inflamado. Hasta el punto que, al conocer su caso, recuerda cómo los técnicos de la conselleria de Bienestar Social le «felicitaron y se quedaron perplejos porque hubiera sobrevivido».

Braulio adjunta todos los documentos de su historial médico que acreditan su relato, al igual que el informe de los servicios sociales de Santa Eulària, a los que acudió en busca de solución. «Me gustaría conseguir una vivienda digna donde dormir y descansar de manera adecuada para que las medicaciones que tomo para cinco enfermedades crónicas surtan efecto».

No puede sufragarse un techo por su cuenta con la pensión no contributiva que recibe desde que fue jubilado en 1999 por su enfermedad, que es de 680 euros pero le retienen 90 euros en concepto de pensión de alimentación para su hijo, de 29 años. «Tengo una relación maravillosa con él y estamos en contacto, pero él vive en Valencia». La madre de su hijo estaba embarazada cuando Braulio se enteró de que la chica con la que había estado liado un par de años antes había muerto de sida. Se hizo las pruebas, dio positivo y la relación con su pareja «fue degradándose hasta un mutismo absoluto». «Cuando mi hijo tenía dos años y medio, ella desapareció con él, cosa que ya me esperaba, pero fue como un secuestro y eso me derrumbó».

Depresión

Braulio relata que entonces trabajaba en la Federación Española de Municipios y Provincias en Valencia y cayó en un cuadro «ansioso-depresivo» que le hizo abandonar el trabajo. «Fue como una bola de nieve que acabó arrastrando toda mi vida». A pesar de las circunstancias, asegura que siempre intentó mantener el contacto con su familia y que los visitaba regularmente a Eivissa. «Soy el mayor de seis hermanos y fui adecuado para cuidarlos». «Pero ahora me doy cuenta de que, en verdad, ya no me conocían, que al llegar a Eivissa en 2017, yo era un extraño para ellos».

Braulio lleva todas sus pertenencias en la mochila, que se limitan a sus medicaciones, su documentación e historial médico y algún libro. «No tengo fuerzas para cargar nada más, mi vida se limita a esperar que llegue la noche para intentar descansar», lamenta. En su DNI aparece un rostro que revela la decadencia física que ha sufrido y que le ha dejado en los huesos.

La familia le da la espalda

El carné está expedido en Bilbao, donde residió en los últimos años antes de llegar a Ibiza e instalarse en casa de su madre. «Luego me enteré de que mi padre decía que, mientras él viviera, yo podría ir a su casa, pero murió y mi madre me dijo que no me quería allí. También viven otros tres hermanos suyos en el municipio, pero la relación tampoco es buena. Braulio asegura que él no ha provocado ningún problema para esta ruptura, que atribuye al miedo al sida y al resto de enfermedades que padece.

Empezó a dormir en el porche de la iglesia, en el Puig de Missa, y se convirtió en asiduo de las dependencias de Cáritas en Santa Eulària, donde puede ducharse, afeitarse, lavar ropa y comer cuando se le acaba la pensión. «He pasado por todo el circuito de los servicios sociales, hasta que llegué al albergue de Vila después de contagiarme de leishmania y estar ingresado por primera vez en Can Misses».

Ya en el albergue, tuvo que volver a ser ingresado en el hospital, donde le diagnosticaron la hepatitis. «No tengo defensas y un simple resfriado me puede llevar al otro barrio», advierte temeroso. Así que, a principios de año, renunció a ese techo. «Las condiciones higiénicas del albergue no son las adecuadas y soy yo el que corre riesgo de muerte por cualquier virus, yo no voy a contagiar a nadie».

Dormir en un cajero

Ahora duerme en un cajero, pero la semana pasada recibió un toque de atención de un empleado y de la policía. «Fueron muy educados y yo me moría de vergüenza y no quiero ser un problema para nadie». «Durmiendo en la calle, me han escupido, me han llamado yonqui sidoso de mierda y me han amenazado de muerte, pero yo sólo pienso en el perdón y la concordia». Le han propuesto una plaza en Basida, una fundación en Madrid para enfermos terminales -«cosa que no soy, gracias a Dios»-. Y no sabe dónde acudir y clama por una ayuda.

Evangelio de San Marcos

Con la mochila y el gorro chambergo que le cubre, se asemeja a un peregrino. Sonríe al oír la comparación y saca un libro del Evangelio de San Marcos. Su manera de hablar revela que cuenta con formación y, tras rehusar hablar del tema, acaba diciendo que tiene estudios superiores en Bellas Artes y Filosofía. «Ahora voy a la biblioteca a estudiar los evangelios, así puedo pasar el día, además de que me siento tan apaleado que mi vida ya parece la de Cristo».