Los niños miran a la cámara con sus amplias sonrisas en blanco y negro. Van bien peinados. Y se han vestido con esmero. Frente a ellos, en las mesas de madera, servilletas de papel haciendo las veces de pequeños manteles individuales sobre los que descansan tazas y escudellas. Todas diferentes. En cada una de las mesas, un ramo de flores. Es un día especial en la escuela de Sant Josep. Celebran la boda del maestro, Pere Planells Marí, ´Don Pedro´, con la maestra, Catalina Muntaner Xamena, ´Doña Catalina´. «No podíamos invitar a todos los alumnos, así que hicimos una pequeña celebración en el colegio. Los invitamos a chocolate y ensaimada», recuerda, mirando la foto, una de las pocas que conserva en la isla, Pere Planells, ´Don Pedro´. «11 de febrero», se puede leer en la pizarra que hay al fondo de la clase, junto a un crucifijo de madera y un cuadro de la Virgen. Imprescindibles en cualquier escuela del país de los años 50.

Planells descubrió su vocación mientras trabajaba en la farmacia Puget de Vila, que estaba muy cerca de su casa. Le gustaba el trabajo, pero «no le veía porvenir». No se veía pasando toda la vida despachando medicamentos. «Y las únicas opciones que teníamos realmente aquí era o ser profesores o ser militares. Y esto último no me apetecía mucho», comenta sentado junto al ventanal de Can Bernat Vinya, frente a una caña fresquita y un puñado de almendras. Trabajaba en la botica mañana y tarde y estudiaba «por libre» de noche y de madrugada. Recuerda que apenas dormía «cinco o seis horas», pero estaba contento. Le gustaba. Nunca se quejó, explica. Estaba matriculado en Palma, a donde se desplazaba dos veces durante el curso, para los exámenes. Cuando les comentó a sus padres la decisión lo único que le comentaron fue que si en algún momento necesitaba ayuda, lo dijera. No fue necesario: «Me hizo mucha ilusión poderme pagar los estudios por mí mismo».

Aquellas estancias en Palma no eran precisamente baratas, tenía que pagar transporte y una pensión durante los ocho o diez días que duraban los exámenes. Y eran cansadas: llegaba a la ciudad después «de ocho o nueve horas de travesía si la mar estaba bien». Allí, la mayor parte del tiempo la pasaba en las pruebas, o repasando. También tenía tiempo, confiesa, para ir al cine a ver una buena película y, especialmente, a disfrutar de la música lírica, de la zarzuela, que siempre le ha gustado y que aquí, en Ibiza, apenas tenía ocasiones de ver. Era buen estudiante. En apenas tres años aprobó la carrera y las oposiciones, algo que, explica, a la mayoría le costaba «cinco o seis años». «Se me daba bien estudiar pero sobre todo era constante», reflexiona Planells, que tuvo que demorar dos años su incorporación a la plaza que tenía en propiedad en las Escuelas Unitarias de Sant Josep por la mili.

Pulpos a la vista y gallinas ciegas

Mientras un interino se encargaba de los niños de la que ya era su escuela, a él lo destinaron a la infantería de Marina. Lo que no se imaginaba es que ejercería de profesor: «Había un comandante vasco que, cuando se enteró de que entre los quintos había un maestro me hizo llamar. Me pidió si le podía dar clases particulares a sus hijos. Me firmó una tarjeta para que, cuando acabara de dar clase a los analfabetos, que era después de comer, pudiera salir». Lo que cobraba, recuerda, era «casi lo mismo» que hubiera ganado como maestro: «Me daba para ir al cine, al teatro, a comer o cenar de vez en cuando con los amigos y hasta para pagar a una señora para que lavara la ropa».

Nunca se planteó quedarse en Mallorca: «La isla me estiraba». Así que, acabada la mili, volvió para hacerse cargo de la escuela de Sant Josep. Niños y niñas recibían las clases en espacios separados. Él era el profesor de los niños y Catalina Muntaner Xamena, quien se convertiría en su mujer, de las niñas. Esta separación por sexos se mantenía cuando salían de excursión -«sobre todo si venía el cura»-, recuerda mostrando un pequeño álbum desplegable hecho, en los años 60, con una cartulina blanca. Los chicos aparecen junto al mar, uno de ellos en bañador, metido hasta las rodillas -«¡Pulpo a la vista!», reza la frase que acompaña la imagen- mientras que ellas, todas con falda o vestido, forman un perfecto círculo sobre la arena mientras juegan a la gallinita ciega.

Sólo hay que contar las caritas que aparecen en algunas de las imágenes para darse cuenta de que Planells tenía muchos alumnos a su cargo: «Había unos 60 niños, todos en la misma clase conmigo. Niñas eran menos, cerca de 20». Esta diferencia se debía, destaca, tanto a que muchas niñas iban al colegio de monjas como a que a otras muchas sus familias las sacaban de la escuela cuando ya sabían leer y escribir. O poco más. Cuando se le pregunta cómo era capaz de llevar él solo una clase con 60 alumnos cuando ahora 25 ya parecen muchos, sonríe: «Con mucha vocación». En el aula había niños de los tres grados (los más pequeños tenían seis años y los mayores, 14), rememora, así que cuando alguno de los mayores acababa sus tareas, le pedía que echara una mano a los más pequeños con las tablas o la caligrafía. Leían mucho, en clase. A pesar de ser 60 y de que tenía que corregir los ejercicios que encargaba a todos, Planells señala que siempre quedaba tiempo para la lectura: «Leíamos ´Platero y yo´ o ´El Principito´. Ahora ya no se lee en clase». Muchos de los alumnos recorrían, caminando, «cuatro o cinco kilómetros» para llegar a la escuela. «Bicis había pocas y coches... coches no había», afirma.

En el colegio no sólo se enseñaba y se aprendía. Desde el primer momento, Planells se dio cuenta del «nido de cultura popular» que había en Sant Josep y lo poco que se valoraba -«no se le daba ningún valor»- así que a principios de los 60 creó la agrupación folclórica Aires de Sa Talaia (escribió un libro en 2013 coincidiendo con el 50 aniversario), que amplió un par de años más tarde con un grupo folclórico infantil. «Fue el primero que hubo en Ibiza», comenta, orgulloso. Y añade: «Había muchos chicos de Sant Josep que no habían salido nunca del pueblo. De repente, gracias a la agrupación, viajaron a Mallorca, Menorca, Formentera, Salamanca, Jaca, Zaragoza, buena parte de Francia, Barcelona, Suecia... Hasta a Madrid fuimos para salir en el programa ´La guagua´, de Televisión Española. No teníamos subvenciones, pero pedíamos y nunca nos faltaban ayudas para los desplazamientos». La primera ballada, recuerda, la hicieron frente al palacio episcopal y la catedral. Hasta allí subieron vestidos de payeses y con el tradicional repique de castanyoles. «La gente salía a los balcones y las terrazas. No habían visto nunca algo así», asegura.

Aquellos viajes con la agrupación eran una de las mejores formas de enseñar a los niños. «Todo les entraba por los ojos», insiste Planells, quien, para no tener problemas en aquellos viajes en los que daba explicaciones a sus alumnos, se sacó el carnet de guía. Aún lo conserva y, de hecho, hace dos años le sirvió para entrar en la Mezquita de Córdoba. El grupo no era la única forma que ideó don Pedro para recuperar la cultura y las tradiciones ibicencas. Animó a sus alumnos a hablar con sus mayores y, con la información que obtenían, firmaban cada semana una sección en Diario de Ibiza en la que recogían estribots, canciones, remedios payeses, dites... Acompañaba siempre al texto un dibujo que firmaba otro de los alumnos: Enric. El maestro conserva aún muchos de aquellos recortes. Lo que no guarda, porque se encuentra en el colegio L´Urgell, es la carta que les escribió Ramón Menéndez Pidal: «Estaba haciendo de asesor histórico en el rodaje de ´El Cid´, así que los alumnos le escribieron pidiéndole que les contara alguna cosa. Contestó. Y envió también una foto». «Supongo que eso hoy sería innovación en el aula», reflexiona.

«El maestro, entonces, era como de la familia», indica Planells, que destaca también la implicación de las familias de los alumnos con la escuela. Recuerda, por ejemplo, cómo todos los padres construyeron el primer piso de las Escoles Velles. El edificio se quedaba ya pequeño en el colegio, de planta única. Pero cuando acudió a las instituciones lo que le propusieron fue tabicar el espacio. Finalmente, las familias construyeron ese primer piso en los ratos que tenían y, aunque en un primer momento el Ayuntamiento dijo que no lo haría, les acabó pagando algo. El maestro, agradecido, se había adelantado, asegurándose de que no les faltara «un coñac» al acabar. «En tres meses estuvo construido el primer piso. Como ahora», señala, irónico, Planells, echando un último vistazo a una de las pocas imágenes que conserva en Ibiza de aquellos 25 años en las Escuelas Unitarias de Sant Josep. Se le ve sonriente, posando para la cámara rodeado de alumnos. Al fondo, la costa de Sant Josep. «Buscando adornos para Navidad», reza una nota manuscrita.

De la escuela de Sant Josep a promocionar el Parlament

Pere Planells Marí no se jubiló como maestro de Sant Josep, sino en el Parlament de les Illes Balears, donde ejerció como jefe de divulgación, lo que era, en buena medida, seguir siendo docente. «Mi labor era dar a conocer lo que era el Parlament. Daba conferencias en colegios, institutos, asociaciones...», explica Planells, que aún recuerda la primera vez que un grupo de escolares acudió a la institución preguntando si podían visitarla: «Los ujieres no sabían qué hacer, me llamaron y se lo enseñé».

De aquellas visitas y conferencias recuerda la cara que se les quedaba a los niños cuando les explicaba que cualquier persona podía ser diputado: «Les decía que daba igual si eran hombres o mujeres, su religión o su raza. Cuando les decía que cualquiera de ellos podrían serlo, se sorprendían. También me preguntaban que quién les pagaba. Y siempre respondía lo mismo, que sus padres y madres». Recorrer buena parte de las escuelas e institutos de las cuatro islas le hizo darse cuenta de las diferencias entre los centros: «Sobre todo entre los religiosos, que recibían fondos de la Iglesia, y los que no lo eran».

A sus 85 años, Pere Planells Marí, que después de su paso por el Parlament se quedó en Mallorca a vivir, continúa activo. Colabora con la revista Germanor, de los maestros jubilados. «Sigo con los mismos temas», comenta en referencia a aquellos escritos de sus alumnos sobre costumbres y tradiciones. «A ver si en Mallorca conocen más a los ibicencos», indica el antiguo maestro, que ha escrito estribots y reportajes sobre los instrumentos musicales de Ibiza o la emprendada que, recuerda, causaba sensación cuando viajaban fuera de la isla con la agrupación: «Una vez nos dijeron que era un verdadero galeón español cargado de oro».