No hace tanto, tan solo unas décadas, ses Variades era un páramo. Una costa rocosa y desabrigada, desértico arrabal de la incipiente villa turística en que trasmutaba Sant Antoni. No existían el paseo marítimo ni apenas edificios colindantes con apartamentos, hoteles y bares crepusculares. Tampoco los descampados habían sido reconvertidos en grandes extensiones de aparcamiento y ocupados, entre otros, por autocaravanas de trabajadores incapaces de hallar un recurso más digno donde alojarse durante la temporada.

Los atardeceres eran igual de sobrecogedores y el islote de sa Conillera también quedaba enmarcado en el horizonte, pero casi nadie acudía a contemplarlos. Ramón Guirao, un aragonés afincado en la isla desde mediados de los setenta, ha relatado en distintas ocasiones el origen del fenómeno. Según su versión germinó en 1975, al alquilar un apartamento en uno de los pocos edificios existentes en este tramo de costa impracticable y peliaguda. Desde el balcón, el ocaso le resultaba tan apoteósico que fue esbozando la idea de crear un negocio en la planta baja para que los turistas se embriagaran del mismo espectáculo.

Desde 1980

Desde 1980El Café del Mar abrió sus puertas en 1980 y prácticamente tuvo éxito al instante. Su concepto era simple: vender copas a la puesta de sol, con una banda sonora apacible, aderezada de new age, ambient e incluso adagios de música clásica, porque el chill out aún estaba por inventar. En poco tiempo, el Café del Mar se convirtió en el local más romántico del entorno, un lugar donde las parejas se juraban amor eterno y cuyos hijos regresaban años después para vislumbrar la raíz de su existencia.

De forma trepidante, la idea se convirtió en un fenómeno de masas, alumbró un estilo musical propio e impulsó una industria discográfica que vendió cantidades enormes de álbumes por todo el mundo. En paralelo, los locales del atardecer proliferaron como setas y su actividad evolucionó a aperitivo de lo que horas más tarde ofrecían las grandes discotecas de la isla. El romanticismo, en definitiva, derivó a un fenómeno globalizado de preparties y comparsas, y degeneró en un ajetreo incesante de camellos, buscavidas y jaurías de botellón. La antaño olvidada costa de ses Variades ejerce desde entonces como epicentro de Sant Antoni a la hora del atardecer, con la presencia diaria de docenas de miles de turistas que siguen como zombies una rutina impuesta por el marketing discotequero, las redes sociales y Tripadvisor.

Hoy, el tramo más concurrido del paseo marítimo que discurre junto a esta costa abrupta, donde se asientan las terrazas, ha adquirido con los años la forma de un anfiteatro escalonado cuyo único escenario es el horizonte crepuscular; lo que debe de constituir un fenómeno único en el mundo.

A la hora de aludir a la transformación de Ibiza y el fenómeno de la globalización, de los beneficios y el lastre que trae aparejada la industria turística, no existe mayor metáfora que la costa de ses Variades, la tierra yerma que evolucionó a marea humana.