El sector de la construcción en las Pitiüses vivió su apogeo en el primer trimestre de 2008, cuando alcanzó lo 8.936 empleos en la isla de Ibiza, 2.300 más que sólo tres años antes. Las nuevas edificaciones surgían como setas y se pagaban sueldos de ejecutivo de Walt Street por instalar pladur o enyesar un techo. Los capataces se rifaban a los obreros a golpe de talonario.

No se ha vuelto a aquellas cifras. Un año más tarde, en 2009, el ladrillo ya había perdido 2.100 puestos de trabajo. En 2010, la sangría era más que evidente. El aumento del desempleo nada tenía nada que ver con aquel subidón de la población activa al que aludía el entonces conseller ibicenco de Economía: en el sector ya se habían destruido casi 2.900 puestos de trabajo.

Y lo peor estaba por llegar: en 2012 ya eran 3.100 los empleos desaparecidos respecto a 2008. Trabajaban en la obra un 53% menos de personas que cuatro años antes.

En los dos últimos años, el ladrillo ha recuperado fuelle, pero sigue sin alcanzar las cotas de comienzos del año 2008: en el primer trimestre de 2017, por ejemplo, se llegó a los 8.579 empleos, que en 2018 crecieron algo más, hasta alcanzar los 8.611. Hay grúas, pero no aquella maraña que cubría el horizonte de la isla hace 11 años.

Consuelo Antúnez, presidenta de la Asociación de la Construcción de la Pimeef, no olvidará nunca cómo «en marzo de 2008 empezó a bajar la contratación de trabajadores del régimen general en el ladrillo. Y los autónomos, dos meses más tarde». La mayor parte de las empresas que se llevó la crisis por delante no eran ibicencas, afirma: «Sobre todo cerraron las que eran de fuera de la isla. Buena parte de la caída que hubo en la contratación fue, precisamente, por esas sociedades. Las ibicencas, pequeñas, intentaron durante ese periodo continuar como fuera». En su propio negocio, la reducción de la plantilla afectó a «un 20% o un 30% de los trabajadores», según la época. Pero lograron sobrevivir.

La primera burbuja

A su juicio, aquella burbuja, la primera que estalló en la isla (la segunda reventaría en septiembre y fue financiera), se debió a «las malas perspectivas económicas. La gente decidió no apostar más por la construcción. Hasta entonces, se invertía mucho en viviendas porque parecía un chollo: se compraba y al poco tiempo se vendía o revendía? Hasta que dejó de ser un negocio y de concederse hipotecas».

No hay que olvidar que se vivió una especie de locura colectiva en la que cualquier ciudadano ejercía, azuzado por los bancos y los negocios emprendidos por familiares y vecinos, de agente inmobiliario. La mayoría de las entidades financieras, ávidas de negocios lucrativos y rápidos, aparcaron sus escrúpulos, en muchos casos su ética: «Otorgaban el 100% del valor del inmueble incluso algo más para amueblar el piso. Financiar era fácil y barato». O para, de paso, comprar un monovolumen, aunque el cliente fuera un reponedor de supermercado. «Muchos se lanzaron porque tenían la idea de que era una buena manera de invertir el dinero, bien para adquirir su propia casa o para revenderla a los tres meses por un montón de dinero más». El cuento de la lechera acabó en ruina para muchos.

Antúnez cree que «la gente se ha vuelto a animar mucho» y vuelve a querer comprar, si bien «los bancos ya no dan tanto dinero como antes, ni mucho menos un 120% del valor de la vivienda, como en esa época. Han vuelto a financiar, pero con más criterio. Aquellos años fue una locura».