Cala Saladeta, república independiente segregada de Sant Antoni durante la temporada. Consta de una pequeña playa de arena que, curiosamente, los turistas prefieren a la cercana y más amplia Cala Salada, no se sabe si porque esta última es de còdols o por el placer de socializar, de estar apretujados, como sardinas en lata.

Los servicios públicos del municipio de Sant Antonio a veces hacen acto de presencia. Suelen acudir a las 9 horas de la mañana, cuando un trabajador de la empresa encargada de la recogida de basura y limpieza accede por un camino pedregoso e intenta eliminar la abundante suciedad acumulada la jornada anterior. Lo hace por poco tiempo y sólo se lleva «lo gordo», los cocos, botellas, vasos de mojitos y latas, esencialmente, tirados por los bañistas. Ojo, los cocos no son una fruta autóctona, sino que son ofrecidos por vendedores ambulantes, de los que hay una docena.

Limpia rápida y poco exhaustivamente, de manera que la playa queda alfombrada por miles de colillas y restos plásticos, pese a lo cual es conceptuada como paradisiaca por influencers, que probablemente no la han pisado en la vida (o quizás en invierno). Una de las vendedoras, del ramo de los trapitos y vestidos calados o transparentes, completa por cuenta propia la labor del servicio de limpieza municipal recogiendo cientos de colillas durante una hora, hasta las 10. Lo hace (gratis, por pundonor) con la redecilla con la que el socorrista retira las medusas de la playa (se la coge prestada ese rato).

Esta argentina, que al acabar el verano abre una sucursal de su negocio en Latinoamérica (sin pagar impuestos, pues no cree en ellos ni parece que se cobren en esta república independiente), mima la playa en la que desfila de lado a lado, como una modelo, con sus caftanes. Junto a una colega vende las piezas a 25 o 35 euros la unidad. Y se las quitan de las manos: en cuanto a las 10.45 horas extienden sus pareos y los llenan de ropa (118 piezas le llegó a quitar a la Negra la Policía Local en una de sus esporádicas incursiones), son rodeadas (literalmente) por decenas de compradoras. Da la sensación de que quienes van a Cala Saladeta se frustrarían si no existiera ese mercadillo ambulante. No les molesta, al contrario.

Demanda de pareos y bocatas

Porque hay demanda, de trapos, de pareos, de bocatas y, sobre todo, de mojitos. Otra argentina que vende bocadillos (envueltos en papel de aluminio) a cinco euros la unidad, recuerda que hay webs que incluyen tomarse un mojito en Cala Saladeta como una de las 50 cosas que hay que hacer si se visita Ibiza (es cierto: comprobado por este diario). Pero sale un pelín caro: 10 euros (moneda que también es de curso oficial en esa república independiente) por vaso que, eso sí, es de 600 centímetros cúbicos, más de medio litro. Colocón asegurado, aunque muchos lo comparten. En el restaurante de Cala Salada cuesta 7,5 euros y tiene todas las garantías sanitarias, recalca Maria Riera, su propietaria. Maria se queja de la existencia de ese paraíso fiscal a sólo 280 metros de su local: ella sí paga impuestos y Sanidad no le pasa ni una. Las pocas veces que la Policía Local hace una redada, «a los 10 minutos vuelven a vender de todo», asegura.

Barra de bar en un palé

Los ambulantes defienden que cubren una demanda donde no existe ningún chiringuito. Y como en el Consistorio no les dan permiso para la venta ambulante en ese territorio, optan por ir por libre. La sed en esa zona franca de Sant Antoni se acrecienta cuando Jaime y una compañera empiezan a preparar los mojitos sobre un palé colocado, a modo de mesa, sobre dos piedras. El olor a menta, que se extiende por la playa en cuanto la cortan, provoca un efecto Paulov entre los bañistas. Dos camareros sortean las toallas (que ocultan el asqueroso suelo lleno de colillas) con bandejas negras llenas de mojitos y caipiriñas, que desaparecen en un abrir y cerrar de ojos, antes de que cubran los 47 metros de longitud de esa playa. Venden siete en apenas dos minutos: 70 euros libres de impuestos, como en las Caimán, pero en ese pequeño rincón offshore de la costa de Portmany.

Desarrollan sus diversos negocios (reparto y entrega en la propia toalla de empanadillas, bocatas, mojitos y pareos) en Cala Saladeta, pero residen en territorio extranjero, en Sant Antoni e, incluso, en Santa Eulària. Jaime, madrileño que prepara mojitos a destajo, duerme en un camping porque los alquileres están por las nubes. Una italiana, que vende artesanía hecha con huesos de aguacate y que viene de Jaén para hacer la temporada, en la furgoneta de una amiga. Eso sí, al caer la noche (incluso cuando llegan a primeras horas de la mañana) retiran parte de los residuos que generan sus clientes, especialmente pajitas y envases. Hasta reparten entre los bañistas conos para los cigarros, a pesar de lo cual el aspecto de la cala deja bastante que desear. El propio empleado de la recogida de basuras asegura que le da menos trabajo Cala Salada.

En la república idílica de Cala Saladeta, los selfies tienen horario: hasta las 10.30 horas. A partir de entonces la foto no sirve para fardar en las redes porque la playa está atestada y de idílica tiene poco.