Los aires de cambio que prometió el equipo de gobierno progresista para el West se quedan de momento en una leve brisa. Nada cambia en Sant Antoni, en líneas generales. Una nube de vendedores ambulantes subsaharianos se extiende de un extremo a otro del casco urbano, tanto de día como de noche. A partir del atardecer, el pueblo queda convertido en un auténtico estercolero con basura esparcida por todas partes, desde el Passeig de ses Fonts hasta es Caló des Moro, en algunos casos en cantidades exageradas. Y, mientras tanto, la inhalación del gas de la risa se ha convertido ya en deporte local en Sant Antoni: los globos proliferan por doquier desde el huevo del Colón hasta ses Variades.

Las ordenanzas municipales continúan siendo una figura decorativa en el West, pues apenas se cumple alguna. Algunos locales musicales del barrio continúan generando ruido al tener la puerta abierta de forma intermitente y los ganchos de los bares continúan vociferando sus ofertas de alcohol y diversión a los numerosos turistas. No cambian tampoco las continuas escenas de jóvenes vomitando sobre la acera, orinando en los portales, tambaleándose borrachos de un lado a otro de la calle o directamente tirados en el suelo inconscientes por la bebida o por las drogas, o por ambas cosas.

El gas de la risa es uno de los causantes de la gran cantidad de jóvenes tumbados en el suelo que hay a partir de las dos de la mañana. El suelo está lleno de las capsulitas metálicas que se usan con los globos para inhalar el óxido nitroso. Los vendedores están literalmente a cada paso y en diez metros cuadrados puede haber tres o cuatro en las zonas más concurridas. Ningún turista duda en probar la experiencia. El sonido característico de Sant Antoni es el de globos desinflándose, hasta el punto que el West parecería más un taller de reparación de neumáticos o una fábrica de flotadores si no fuera porque todos los que están con el globito se encuentran colocados. La Policía Local sigue teniendo una presencia tan discreta que durante tres horas este diario sólo vio un coche patrulla estacionado en el Passeig de ses Fonts.

El panorama es el mismo en el paseo que bordea la costa de ses Variades, donde la multitud que horas antes se ha congregado para ver la puesta de sol ha dejado una auténtica exposición de residuos de toda índole, sobre todo botellas vacías. Sobre el paseo, en los bancos, en las rocas, en la orilla proliferan plásticos, papeles, envoltorios de comida rápida y envases de todo tipo, aparte, por supuesto de globos y sus capsulitas.

A la una de la madrugada la actividad en esta parte de Sant Antoni se limita ya prácticamente a un conocido bar musical, porque los que hay al lado están ya recogiendo las terrazas a esa hora. Sólo quedan grupos de jóvenes inhalando gas de la risa o bebiendo al lado del mar.

Pamela, una empleada del West, de hecho, afirma que el barrio «cada vez se está haciendo más pequeño», en el sentido de que «cada vez hay menos actividad». «Fíjate bien: ¿dónde hay gente? En esta calle [en alusión a la Santa Agnès] y en la de al lado, nada más», explica mostrando las calles adyacentes, bastante vacías de gente. «Y ahora, para terminar de rematarlo, el Ayuntamiento obliga a cerrar a las tres; a este paso el West va a desaparecer», añade preocupada.

Efectivamente, esta es una de las novedades que se han producido este año. El nuevo horario de cierre se cumple de forma generalizada en el barrio. Minutos antes de las tres ya se oyen bajar las persianas metálicas y van apagándose los primeros rótulos luminosos. Se inicia entonces una auténtica riada humana que, bajando de la calle Santa Agnès, va vaciando el West y se dirige, principalmente, hacia los hoteles de la bahía o bien a otros locales fuera del barrio para seguir la fiesta. A las tres y veinte ya no queda casi ningún local con las puertas abiertas. Dos o tres establecimientos de cómida rápida, en cambio, seguían abiertos casi a las tres y media.

Otra de las novedades destacables de este año es la fuerte presencia de agentes de la Guardia Civil, que realiza la labor que nunca ha hecho la Policía Local. Frente a la calle Santa Agnès permanecen apostados tres vehículos todoterreno de la Benemérita, con seis agentes en total, que vigilan sobre la acera el proceso de cierre de los locales y la salida masiva de jóvenes del barrio. Junto a ellos hay un agente de los Carabinieri italianos.

Por increíble que parezca, una relativa calma y un todavía más relativo silencio (los alaridos de los borrachos británicos no están sometidos a sonometrías) se apodera a partir de entonces del West. «Casi no me lo creo. Que sean las cuatro de la madrugada y no se oiga ese zumbido permanente de gente y música debajo de casa parece un milagro», afirmaba el día anterior un residente que ya se había resignado a «esta tortura». «Tampoco es que esto sea ahora un remanso de paz, porque los borrachos que se quedan aquí tirados siguen gritando y cantando, pero algo es algo», añade.