Aunque habría aceptado con buen talante la pena que estableciera la providencia, no pudo tocarle en suerte un destierro que encajara mejor con su personalidad de ermitaño. Cuando desembarcó en la isla, tras ser expulsado de su ministerio, ya había vivido como asceta en una cueva de su pueblo -Aitona, en Lleida-, que hoy lleva su nombre, y cruzado los Pirineos para experimentar un exilio francés en soledad. Los historiadores eclesiásticos dicen que en tierras galas se acabó acercando a la población y despertó la admiración tanto de la gente sencilla como de los nobles, hasta el extremo de que algunos le consideraban un santo.

Arribó a aquel acantilado solitario en 1854, cuando es Cubells era tan solo un páramo, con un puñado de casas lejanas, rodeadas de campos de almendros y algarrobos, y un precipicio abierto al mar. Para un hombre que anhelaba el retiro, aquel paisaje sobrecogedor y espiritual tuvo que resultar una bendición. También un contraste extremo con respecto a la parroquia de Sant Agustí de Barcelona, donde fundó y dirigió la Escuela de la Virtud, en la que se impartía catequesis para adultos y se hablaba de la revolución obrera. El gobierno liberal le acusó de alborotador y de apoyar las huelgas de la ciudad, y como la iglesia no quería líos, le confinó a tierras pitiusas, donde podría armar todo el alboroto que quisiera.Cuando era el fin del mundo

Cuando era el fin del mundoEs Cubells era prácticamente el fin del mundo, pero el Pare Palau (Francisco Palau i Quer, fundador de las carmelitas misioneras) al año ya había comenzado a erigir una ermita donde hoy se asienta la iglesia, dedicada a la Virgen del Carmen. A partir de 1858 comenzó a realizar periodos de ascetismo en el islote de es Vedrà, donde pasaba estancias de varios días, recluido en una cueva, orando y contemplando la belleza del peñón. Con los años incluso atrajo a un grupo de seguidores y es Vedrà acabó siendo para los carmelitas lo mismo que la meca para los musulmanes.

Más allá de místicas y reclusiones, el mayor milagro del Pare Palau es haber plantado la semilla de un pueblo que, de no ser por él, probablemente ni existiría. De todas las iglesias rurales de arquitectura tradicional que hay en la isla, la de es Cubells es la más reciente. Palau mandó la primera carta a Roma en 1855, solicitando permiso para erigir una ermita, que le fue concedido. Se inauguró en 1864 y es Cubells pronto se convirtió en centro de peregrinación de devotos atraídos por la personalidad del sacerdote catalán. La parroquia de la localidad, sin embargo, no se fundó hasta 1933. La Guerra Civil española afectó gravemente a la ermita y retrasó las obras, que no comenzaron hasta 1941 y, tras múltiples demoras, se prolongaron hasta 1958. No es la única herencia de Palau. Sólo hay que caminar unos metros hacia el oeste desde el centro del pueblo para alcanzar la Casa de Ejercicios de Santa Teresa, construida prácticamente al mismo tiempo que la iglesia y regentada por las carmelitas desde 1962.

No existe en Ibiza otro pueblo situado en un enclave tan impactante. Es inevitable llegar a es Cubells, admirar la sencillez de la fachada de la iglesia, atravesar la plaza, caminar junto a los contrafuertes medio encalados y medio pétreos, echar un vistazo al busto situado en mitad del jardín que rinde homenaje a Francisco Palau y asomarse a la barandilla desde la que se avista toda la costa sur de Ibiza, desde el Cap Llentrisca hasta la punta de Es Jondal, con el paso de es Freus y Formentera en el horizonte. Fue la aldea de un ermitaño y hoy compone uno de los enclaves privilegiados de Ibiza.

Asceta, exorcista y beato

Asceta, exorcista y beatoResulta pintoresco que un pueblo como es Cubells fuera impulsado por un religioso de mentalidad progresista, desterrado por su contribución a la lucha obrera. Menos conocida es la historia del Pare Palau tras su marcha de la isla. Sobre todo a partir de 1965, se dedicó a oficiar exorcismos, actividad que le generó nuevos problemas con las autoridades eclesiásticas. Falleció en Tarragona, en 1872, a los setenta años, y fue beatificado por el Papa Juan Pablo II, en 1988.