El Sol tiene fecha de caducidad. Y, por tanto, también la tiene la Tierra, un planeta que, si el ser humano no logra destruir mucho antes o si no se cruza por delante un Armagedón en forma de meteorito, dejará de albergar vida en 1.000 millones de años. Tal vez sea una cifra inabarcable al común de los mortales, a excepción de astrónomos y geólogos, pero, por si a alguien le sirve el dato, los dinosaurios desaparecieron hace sólo 65 millones de años.

Y el principio del fin tendrá lugar cuando la temperatura llegue a tal punto que las aguas de los mares hiervan. No sobrevivirán ni los microbios más resistentes, que, según numerosos científicos, serán por entonces los principales habitantes del planeta. Contra todo pronóstico, los últimos supervivientes no serán las cucarachas, sino microorganismos extremófilos que hoy conocemos viviendo en lugares tan sorprendentes como la ácida cuenca de Río Tinto, o los 11.000 metros de profundidad en la fosa de las Marianas. El Sol seguirá aumentando de temperatura, consumiendo sus existencias de hidrógeno en el infierno nuclear de su centro.

Para comprender el proceso, hay que saber que el núcleo de las estrellas es como un horno en el que continuamente se están produciendo fusiones en varios ciclos. Mientras el corazón cuenta con existencias de hidrógeno (el elemento más abundante del universo), las altas temperaturas lo transforman en helio. Y eso es a lo que ahora mismo se dedica nuestra estrella: a transformar hidrógeno en helio todo el tiempo. Pero, según los cálculos de los científicos, dentro de 5.000 millones de años en el núcleo ya no quedará hidrógeno y entonces la presión disminuirá.

Al apagarse la fuente de energía, se iniciará el colapso gravitatorio, que se transmitirá al resto de capas del Sol, en las que aún quedará hidrógeno pero en las que hasta ahora no podían producirse fusiones nucleares porque la densidad y la temperatura eran demasiado bajas. Entonces, en esa reacción en cadena que es en realidad la muerte de una estrella, la capa de hidrógeno que rodea el núcleo colapsa, se hace más densa y caliente y, ahora sí, al encontrar una nueva fuente de combutible se inicia otra fusión nuclear y la estrella parece revivir brevemente, muy luminosa. Aunque con el corazón condenado.

Poco a poco, este combustible también se agota. El Sol se ha convertido ya entonces en una gigante roja, una estrella en su madurez, como es el caso de astros tan conocidos como Arturo (en la constelación del Boyero) y Aldebarán (en Tauro).

Al final, del Sol sólo quedará un residuo pequeño, pero muy compacto: una estrella enana blanca, fría y sin actividad, como un cadáver estelar abandonado en medio del Cosmos. A su alrededor aún será visible el gas difuminado que se aleja y se esparce por el espacio lentamente. Con el telescopio podemos ver muchos casos así: son las llamadas nebulosas planetarias (no tienen nada que ver con los planetas), la más famosa de las cuales quizá sea la Nebulosa Anular, M57.

Si fuera como ocho o diez veces más grande, el Sol tendría una muerte muy diferente. Estallaría repentinamente en forma de espectacular supernova, pero nuestra estrella no tiene suficiente masa para ello y acabará sus días de gloria apagándose lentamente, hasta quedar sólo una enana blanca envelta en su sudario gaseoso. En definitiva, si el Sol se formó hace 4.650 millones de años y morirá dentro de 5.000 millones, su vida total rondará los 10.000 millones de años y ahora se encuentra en mitad de su recorrido, consumiendo combustible a ritmos astronómicos.