La casa se asoma al mar desde los riscos de sa Penya, a los pies del afilado vértice del baluarte de Santa Llúcia. Desde la inmediatez, parece la proa de un trasatlántico a punto de atravesar la vivienda con la misma facilidad que un cuchillo secciona una barra de mantequilla. Se aposta encalada, como los cubos hermanos que la envuelven alrededor de las intrincadas callejuelas, pero sus líneas y curvas componen matices distintos: una evolución armónica de la geometría del entorno.

En la planta alta, en lugar de ventanucos, amplias oquedades acristaladas, para que la apabullante belleza marinera del exterior invada el interior. Ejercen de guardianas de la intimidad una sucesión de persianas inversas, que se doblan a lo ancho en lugar de a lo alto y hacia dentro. Son de color almagre -como la planta baja-, originales, estéticas, nunca vistas. El jardín es escalonado, a base de muros de piedra como en el campo pitiuso, con plantas y cactus en los recovecos que quedan a orillas del sendero que asciende hacia la planta alta, donde se sitúa la entrada principal.

La precede un porche que únicamente adquiere esa condición por las vigas de sabina que lo coronan en perpendicular a la fachada, huérfanas de cubierta y blanqueadas por el sol y el salitre, como las puertas desgastadas de los varaderos. En el lado que se abre a Es Botafoc, un banco de obra para deleitarse con las vistas. Al otro, una estrecha escalera que asciende al tejado, cuarteado mediante espacios definidos por rectas y curvas entre las chimeneas blancas. Enmarcan la ciudad en todas direcciones: hacia el la Marina, el puerto, Formentera, Dalt Vila…

El interior, tan sencillo y minimalista como afuera. Una sala grande con un amplio sofá de obra frente a los ventanales y una mesa de comedor, con otro banco y unas pocas sillas y, al fondo, una chimenea de ladrillo adherida a un muro recubierto de baldosas de barro cocido, formando un todo. La cocina, en el lado más interior, separada por una sencilla barra. Eso que los americanos definen como ‘cocina abierta’ en los programas de decoración, aunque concebida hace ya casi 60 años, en 1960. También al fondo, la puerta que comunica con el único dormitorio, equipado con otra chimenea, más pequeña, aunque de idéntico ladrillo. Combatía la humedad del invierno, en un tiempo en que la calefacción aún estaba por inventar en Ibiza.

Luz a raudales

Luz a raudalesLa escalera interior enlaza con la planta baja, donde aguarda el estudio, del mismo tamaño que la parte de arriba y dividido en dos estancias a tres alturas, por la necesidad de adaptarse a un terreno cuesta arriba. La luz entra a raudales, tanto por las ventanas como por la puerta que comunica con el jardín, y también dispone de chimenea. Es todo. La sencillez del palacio ibicenco que el arquitecto y pintor alemán Erwin Broner (1898-1971) concibió para sí mismo y su tercera mujer, su amada Gisela.

Podría haber proyectado una mansión en cualquier rincón de la isla, con piscina y praderas de césped, pero escogió la sencillez de sa Penya y las líneas de una vivienda modesta, pero con todo lo que podía necesitar: vistas al mar, luz a raudales para trabajar y una legión de amigos en los alrededores vinculados a la vanguardia artística de la isla. Si el arquitecto alemán y sus coetáneos hubiesen marcado las pautas del desarrollo urbanístico de Ibiza, hoy tendríamos una isla maravillosa incluso en sus partes hormigonadas. Sólo hay que pisar la Casa Broner, ahora que ha vuelto a abrir al público como museo, para experimentarlo.

Un lugar en el mundo para Broner

Un lugar en el mundo para BronerBroner se crió en el seno de una familia culta y judía, que le ofreció una educación elitista, de partidos de tenis, clases de violín y competiciones de equitación. Estudió Arquitectura y Bellas Artes y descubrió Ibiza de casualidad, cuando buscaba un lugar en el mundo después de que se derrumbara el suyo, tras la llegada de los nazis al poder. Aquí le aguardaban otros compatriotas rupturistas y creativos, como Walter Benjamín, Raoul Hausmann o Will Faber. Luego vivió en América, se hizo cineasta y, tras algunas idas y venidas, en 1959, por fin se estableció en la isla., que ya nunca abandonaría.