Su figura no pasa desapercibida, mucho menos cuando su considerable altura va acompañada de turbante y larga barba, como es habitual en los sheikhs (jeques) sufíes. Aunque él no quiera presentarse como sheikh, al igual que rehúye cualquier afán egoísta y materialista, ése es el tratamiento que le dan los «hermanos» que participan en las ceremonias de la mezquita de Can Costa, la finca que adquirieron sus abuelos en Arabí de Dalt, Santa Eulària.

El templo empezó a erguirse a mano en verano de 1999 y es lo que los sufíes llaman un maqâm (morada espiritual), en este caso el Maqâm Sheikh Abdullah en honor a un santo que inspiró a su profesor de una de las 41 órdenes sufíes que existen en el mundo. «El sufismo hoy en día es un nombre sin realidad y antes había sido una realidad sin nombre», bromea Salahuddin Costa Schreiner, para concretar que «es un camino espiritual para llegar a ser musulmán de verdad». Se trata de una rama mística del islam, con prácticas que la acercan a otras tradiciones religiosas que incluyen la meditación ceremonial.

Aunque la ceremonia que el jueves por la tarde celebran en el maqâm no es meditación estricta, sino cantos en armonía a través de los que recitan los nombres de Dios o palabras sagradas, como en las jaculatorias cristianas. Dentro de la mezquita, el grupo se sienta en círculo y unen sus voces en un crescendo de más de media hora. «Cuando recitamos sentimos un efecto muy beneficioso, no sólo porque son palabras sagradas para nosotros, sino por la propia vibración que se produce en el cuerpo con el coro en armonía, ya que crea una energía que nos sintoniza», explica el sheikh. No se aleja mucho de los cantos gregorianos o los mantras budistas. De hecho, Salahuddin estuvo un año y medio inmerso en el budismo zen: «Cada día hacía postraciones y la flor del loto, me iba muy bien, pero también notaba que había un vacío interior que empecé a llenar con el sufismo, y eso que me llegué a plantear convertirme en monje budista». Su camino está más que bien aceptado por su padre, «un progre ibicenco muy culto», colaborador habitual de Cáritas, y su madre, la hija de un alemán que vino a Ibiza a jubilarse y que reparte comida a los gatos de la finca antes de la llamada a la oración.

La conexión a través de la armonía la conoce bien Ahmad Schiftner, saxofonista austriaco habitual en el circuito de jazz de la isla desde que llegó dos años atrás. A él le toca hoy entonar el canto de llamada a la oración en el porche de la mezquita. «Vine hace dos años para conocer el maqâm y me enamoré de la espiritualidad de la isla, es un sitio muy amable». Ahmad, de 34 años, se crió como cristiano, abandonó la religión y, una vez consagrado como músico empezó a «sentir que había perdido algo y que necesitaba una parte espiritual». Cambió el alcohol, la marihuana y el tabaco por el yoga, mientras empezó a leer la Torá, la Biblia y el Corán. «No puedo decir que soy sufí, toda la vida estoy dentro de un aprendizaje, pero tengo la suerte de aprender de gente con sabiduría», admite con la característica humildad del lugar .

El ego enemigo

El sufismo parte de una humildad ascética para adentrarse en un proceso «de toda la vida, porque Dios es infinito y el camino hacia a él también lo es». Por eso, en su mentalidad no cabe que una persona pueda arrogarse el nombre de Dios ante los demás. Para Salahuddin, eso sólo entra «en un ego materialista». «El ego es la causa de todos los problemas, es como el niño malcriado que quiere todos los juguetes, quiere los recursos, el poder o el dinero».

«Los terroristas son gente muy desviada con prácticas sectarias, el profeta los denominaba los que se salen del camino». «Son nihilistas, psicópatas, se creen que sólo ellos son musulmanes, cuando son lo peor de toda la creación», proclama Salahuddin.