Resulta una incomprensible paradoja que el pueblo que inventó el alfabeto y del que tanto aprendieron griegos y romanos no dejaran de su dilatada presencia en nuestra isla ningún testimonio documental significativo, ningún escrito, ninguna crónica. Cuesta entenderlo, sobre todo, si tenemos en cuenta que en el comercio que practicaron a gran escala tuvieron que cruzarse cartas o, cuando menos, utilizar apuntes contables para controlar sus intercambios comerciales, sus continuas transacciones. Este vacío documental sólo puede explicarse si aquellas anotaciones, como sospechamos, se hicieron en soportes que, por su fragilidad, no han soportado el paso del tiempo. Únicamente han llegado hasta nosotros algunas palabras grabadas en piedras, monedas o placas metálicas como la que se encontró en es Culleram. Sea como fuere, no está de más recordar cómo sucedieron algunos hechos que, con referencia a la escritura, fueron determinantes y pueden ayudarnos a entender a quienes, hace más de dos mil años, pusieron a Ibiza en el mapa.

En 1904, el inglés Flinders Petrie descubrió cerca de Sarabit el-Kkadem, en el Sinaí, un centro minero egipcio en el que un obrero encontró unas lajas de piedra con signos desconocidos que parecían letras. Correspondían a un alfabeto de 30 caracteres, el más antiguo que conocemos. Aquella escritura era del 1500 aC y sus autores habían sido cananeos, protofenicios del área que hoy ocupan el Líbano y Palestina. Poco después, por el hallazgo en Ugarit de un silabario datado el 1300 aC., sabemos que fueron asimismo cananeos y fenicios los que redujeron los 30 caracteres del alfabeto a 23, desde la B a la W, sólo consonantes porque no usaban vocales. Y no mucho después, hacia el año 1000 aC aquella escritura ya se utilizaba con normalidad en Biblos. Fueron, por tanto, cananeos y fenicios los que a partir de las complicadas escrituras egipcias y mesopotámicas, simplificando el sistema, consiguieron un alfabeto que permitía una escritura taquigráfica.

Precisamente este sencillo alfabeto taquigráfico era el que interesaba a los comerciantes fenicios para llevar un rápido y preciso registro de su mercadeo.

Herodoto dice que aquel alfabeto pudo pasar a Atenas desde Cadmos y Beocia. Y que los jónicos que habitaban algunas islas ocupadas parcialmente por fenicios, caso de Melos, Tera y Creta, pudieron aprender aquella escritura a la que, para que les fuera menos incómoda, añadieron las vocales que tan comunes son en la lengua helena.

El resultado fue revolucionario porque acabó con el carácter profesional y monopolista que hasta entonces había tenido la escritura griega. En sólo un año, los niños podían aprender a leer y hacia el siglo VIII aC aquella escritura ya estaba normalizada y era común en suelo griego. El camino por tanto de la escritura había ido desde Mesopotamia y Egipto a Fenicia y Grecia. Un estratégico regalo que, sin embargo, los griegos no agradecieron porque siempre vieron a los fenicios como competidores y, por lo tanto, como enemigos a los que convenía expulsar de su zona de influencia. Lo hubieran conseguido de haber sido sus adversarios únicamente los fenicios de las islas orientales, pero sucedió que, al intentar morder a sus vecinos fenicios, se rompieron los dientes. No tuvieron en cuenta que éstos tenían como aliada a la poderosa Cartago que, sin mayores problemas, derrotó a corintios, tebanos y atenienses.

Esta historia contada a grandes rasgos descubre que no podemos fiarnos de lo que griegos y romanos dijeron de los fenicios y cartagineses. Es el caso de las invectivas malintencionadas que les dedicó Plutarco, calificándolos de siniestros y bárbaros, una opinión a la que se sumaron los romanos. Hoy sabemos que nada estaba más lejos de la realidad, pues no fue poco lo que romanos y griegos aprendieron de los fenicios. Caso de creer a helenos y latinos, los fenicio-púnicos hubieran sido algo inconcebible, un ‘cuerpo extraño’ incrustrado en un Mediterráneo civilizado.

Lo que ocurrió, hoy lo sabemos, es que griegos y romanos vieron en los púnicos un imperio comercialmente imbatible -también entonces la economía mandaba sobre la política-, y de ahí su obsesión de eliminarlos. Los griegos quedaron militarmente fuera de juego, pero los romanos procedieron con los púnicos con una brutalidad que normalmente no tenían con los pueblos a los que dominaban.

Arrasar Cartago

La orden romana era clara: arrasar Cartago, que no quedara piedra sobre piedra. Y fue lo que sucedió. La metrópoli africana desapareció del mapa y de ella sólo quedó el recuerdo deformado de los vencedores. Afortunadamente, la verdad se abre paso y hoy podemos reivindicar el papel capital y civilizador de aquel pueblo que dio nombre a nuestra isla y también a Europa.

Según cuentan Homero y Herodoto, Europa, hija de Agenor y nieta de Poseidón y de la ninfa Lybia, se topó con un toro blanco, bellísimo y de bonancible apariencia al que se acercó, con el que estuvo jugando y al que finalmente montó, circunstancia que el animal aprovechó para llevársela galopando por la playa para desaparecer mar adentro. El toro era Zeus que, enamorado de la bella fenicia, se había metamorfoseado en toro para llevársela consigo a Creta donde la hizo suya. Aquí entra en juego la leyenda para responder a lo que no sabemos. En cualquier caso, bien está que pongamos del derecho lo que nos habían puesto del revés, aspectos de nuestros ancestros fenicios y púnicos que la historia nos había escamoteado y desfigurado.