«Tras 64 años cortando el pelo, he llegado a la conclusión de que seguro existe otra forma de vivir. Voy a probar», contaba ayer, con su acostumbrada sorna, Josep Torres Bonnín, Pep d´en Bisbe, uno de los barberos de toda la vida del barrio de la Marina. El sábado 24 de septiembre colgará para siempre las tijeras y las navajas. Una mujer, Carmen Torres (que aunque tiene el mismo apellido no es de su familia), tomará el relevo de una barbería que lleva abierta desde 1931 y por la que ha pasado media Ibiza.

Hace 85 años comenzó la saga de peluqueros de la familia con la apertura, en la calle de la Cruz, 5, del Salón Hermanos Torres. Al frente estaban el padre de Pep d´en Bisbe, José Torres Torres, y el hermano de este, Rafael. Con la Guerra Civil, el negocio atravesó una de sus peores épocas. El padre, José Torres Guasch, falleció en la prisión de La Vidriera (Asturias) el 3 de diciembre de 1939, mientras que Rafael moría en el frente de Teruel. Ambos habían huido de Ibiza antes de que a finales de septiembre de 1936 los nacionales desembarcaran en la isla. Eran republicanos, rojos, y sus nombres estaban en la lista negra del bando sublevado por haber portado armas (concretamente fusiles) durante el breve dominio de la República entre agosto y septiembre de 1936. A Rafael no llegaron a apresarle, pero sí a José, que se quedó en Ibiza porque pensaba que no tenía motivos para huir.

Y lo pagó caro. Catalina Bonnín, que fue su esposa y falleció hace años, recordaba en el año 2002 (cuando fue compensada por los sufrimientos padecidos por su marido) que los nacionales dieron a elegir a Pep entre confesar dónde se ocultaban su padre y su hermano o ser encarcelado. Y acabó en la prisión de Ibiza, primero, y en la de Palma, después. Lo condenaron a 12 años de prisión, conmutados por dos años de prisión menor, que quedó extinguida en septiembre de 1939.

A su regreso, Pep no quiso contar nada de lo vivido a su entonces novia, Catalina Bonnín: «Pasó allí mucha hambre. Ante todo no quería que le pusiera patata hervida para comer», recordaba aquella mujer. Su hijo sabe por qué: «Solo les daban callos, sin limpiar, con todo su contenido, y con alguna patata de condimento».

Reabrió el local, que había sido precintado por orden de la autoridad durante un tiempo. Pero dentro se encontró con un problema: las tijeras, las navajas, todo, estaba oxidado. Tuvo que pedir un préstamo para renovarlo todo. Su hijo conserva aún las letras.

Pep volvió de Palma cambiado: «Siempre tenía miedo, aunque nunca se había metido con nadie. Probablemente fue la cárcel», rememoraba su esposa. «Mi padre -señalaba ayer su hijo al respecto- solía comentar que ya nada podía darle miedo: ´No me cabe más del que tengo´, decía».

Barbero en la prisión

Sus compañeros de prisión le construyeron, con un trozo de madera y media cuchilla, una peculiar navaja de afeitar. Él les rasuró la barba durante la reclusión. Y luego todos ellos se convirtieron en sus clientes. Decenas, todos señalados. Todos rojos.

Y esa fue, precisamente, la causa por la que Pep cambió los lápices por el peine y la navaja en 1956, cuando tenía solo 12 años. «Un día mi padre me cogió a solas y me dijo que lo mejor para mí era ser barbero. Me comentó que quizás me darían una beca para estudiar durante un tiempo, pero tendría poco recorrido: ni él podría pagarme algo más ni posiblemente me dejarían hacer nada más. Era hijo de rojo, sobrino de rojo, nieto de rojo. Estaba señalado. ´Pero si tienes una peluquería serás libre´, me aseguró. Han pasado los años y le doy la razón, lo he sido».

El pequeño peluquero

Ya llevaba tiempo practicando, concretamente desde los ocho años. En algunas fotos se le ve con 12 años mientras afeita a un cliente: «No sé cómo se fiaban». Entre las mil anécdotas que cuenta (algunas irreproducibles en este diario), hay precisamente una de ese periodo adolescente: «Afeitaba a un hombre, con la navaja en su yugular, cuando pasó por delante una chica que me gustaba mucho. Yo seguía moviendo la hoja poco a poco mientras miraba cómo ella caminaba, hasta que el cliente, que vio peligrar su vida, soltó ´Tú, como Manolete, toreando y mirando mientras al tendido´».

Su padre, el que «pagó el pato» por su progenitor y hermano en la Guerra Civil, el que «era incapaz de matar una mosca y se largaba de casa cuando había que sacrificar un pollo para comer», no solo afeitaba a sus excompañeros de prisión. Hasta el clérigo y archivero Isidor Macabich pasaba por su salón, que trasladó a la calle del Mar, 31: «Él citaba a Macabich para explicar a quiénes afeitaba: payeses, pescadores y... demás». El propio Josep Torres, que ahora abandona las tijeras y el peine a sus 72 años de edad, ha cortado el pelo al Rey Juan Carlos I, a deportistas famosos, a obispos: «Una vez tuve sentado en un sillón al líder del PP local y en otro, al del PSOE».

Estajanovista de los pelos y rasurados, hasta hace 10 años no sabía lo que eran unas vacaciones de un mes: «Me debía al trabajo, a mis clientes. Irme de vacaciones era cerrar las puertas en sus narices». En una zona donde llegó a haber una veintena de barberías, eran algo más que seres humanos los que se pelaban: «Eran parte de la familia». Saltaban chispas, quién sabe si alguna cruz de navajas, «si una peluquería quitaba un cliente a otra. La competencia era tremenda». Eran palabras mayores, casus belli.

Un afeitado al día

Los de antaño poco tienen que ver con los de ahora. Cuando él empezó, los había que visitaban su local una vez al día, cuando en la actualidad solo se cortan la melena una vez cada mes o dos meses. «Muchos se afeitaban una vez al día. Incluso tenía uno que se rasuraba dos veces por jornada». Aún conserva frascos de masaje Floyd para después del afeitado: «Una vez entró una señora porque quería ser afeitada. Me dejó de piedra. Y cuando acabé me pidió que le diera un masaje con Floyd».

Ya nada es igual en las peluquerías. Cuando los hermanos Torres inauguraron el salón hace 85 años, cada viernes recibían la visita de muchos obreros que se duchaban allí y luego se cortaban el pelo o se afeitaban. El de la ducha era un servicio habitual en todas las barberías porque nadie las tenía en sus casas y, al menos, una vez a la semana se lavaban de los pies a la cabeza. En una foto del Salón Hermanos Torres captada en 1931se aprecian precisamente, reflejadas en un espejo, las cortinas que tapaban el acceso a aquellos baños.

El sábado 24 de septiembre se despedirá de sus clientes, de todos los que pasaron por su pequeño local situado frente a la iglesia de Sant Elm. Ese día no tocará un peine. Lo dedicará a esa peculiar familia, de la que destaca su «fidelidad». Se puede montar, pues seguro que serán cientos. Pep Torres es de esas personas con las que ir por la calle puede ser una tortura porque las paran cada dos metros. Unos días antes, será él quien homenajee a su cliente más antiguo, Vicent Sellaràs, antiguo panadero de Can Vadell. Otra despedida, otro negocio con solera que pasa página.