Aquellos hippys que en los años sesenta y setenta aterrizaron en Ibiza procedentes del primer mundo adolecían tan intensamente de misticismo y creencias alternativas que, ante la falta de mitos, los fabricaban ellos mismos. Así ocurrió en sa Penya Escabarrada, el mirador de los acantilados de Corona que sobrevuela los islotes de ses Margalides. El lugar pasó a ser bautizado como ´Las puertas del cielo´ porque consideraban que únicamente la canción de Dylan estaba a la altura de su ´magia´. Sobre todo a la hora del crepúsculo, que era cuando se concentraban en mayor número. El único milagro que allí se producía, sin embargo, era que, entre tanto efluvio etílico e introspección lisérgica, ninguno acabara arrojándose por el precipicio, al estilo de los turistas de ´balconing´ de hoy en día, con la diferencia de que estos últimos no requieren de escenarios bucólicos.

Con idéntica aura fue envuelta sa Pedrera de Cala d´Hort, vieja cantera de piedra arenisca a la sombra del Cap des Jueu, renombrada pomposamente como ´Atlantis´. Aún hoy docenas de personas pululan a diario por sus alrededores en busca de ese fragmento de costa mítica donde aguardan las falsas ruinas de la Atlántida, isla legendaria más allá de las columnas de Hércules supuestamente hundida por la cólera de los dioses griegos. Muchos de ellos no consiguen encontrarla, pues no hay pistas que señalicen el camino y habitualmente tampoco a quien preguntar. Otros desisten cuando contemplan el vía crucis desde lo alto del precipicio.

La ´Atlantis´ pitiusa no conserva las ruinas de los templos y palacios que según la leyenda la adornaban, sino que alberga una costa de arenisca recortada por los canteros ebusitanos, que aprovechaban esta piedra maleable para extraer bloques constructivos que enviaban por mar a Sant Antoni y Vila.

Sensación onírica

En todo caso, la sensación onírica que invade a quien desciende hasta la cantera resulta real e inevitable, especialmente si el camino se recorre en silencio y se va descubriendo, paso a paso, el juego de planos inclinados, recortes y escalones que conforman las rocas a nivel del mar y un poco más arriba. La piedra juega con las emociones, gracias a la involuntaria plasticidad y anarquía de los canteros, que legaron un territorio insólito de formas cúbicas y asimétricas, con pequeñas piscinas naturales en las que el agua acumulada, según la hora del día, varía de tonalidades limas a brillantes cobrizos sin que su extrema transparencia se vea alterada. Lo mismo sucede con los fondos marinos que rodean el escenario, que conjugan oscuridades abisales con turquesas y esmeraldas.

Los hippys de antaño y los que aún aspiran a serlo, aunque sea por vacaciones, han aprovechado la fragilidad del marès para tallar esculturas -casi siempre desproporcionadas y carentes de interés artístico- o, en su mayoría, limitarse a grabar el apellido para dejar impresa su huella en la falsa Atlántida, como se hace en el reverso de las puertas de los servicios.

Aun así, pese a toda esta parafernalia apócrifa, el lugar es tan impresionante que merece la pena el descenso, primero recorriendo un serpenteante y empinado sendero de piedras y al final encallando las piernas en una duna de arena blanca que recuerda al desierto. Existe una roca que forma una pequeña cueva donde antaño se refugiaban los canteros cuando llovía. Ahora, de vez en cuando, siguen acampando los hippys del siglo XXI, atraídos por los ecos de aquella Atlántida pitiusa que nunca existió.