Los Ejercicios Espirituales que al acabar el Adviento nos impartía a los alumnos del Santa María un vehemente capellán desde el púlpito de Santo Domingo, nos preparaba para los días graves y oscuros que se avecinaban. Con la perspectiva que dan los años, me cuesta aceptar que toda la elaborada liturgia de la Semana Santa enfatizara la Crucifixión y no la Resurrección, verdadero desatascador y meollo del asunto que pasaba sin pena ni gloria. Pero así era.

La llamada ´Semana de Pasión´ nos dejaba anclados en el Viernes Santo y a mí me recordaba la obsesión del loco Millán Astray cuando gritaba «¡Viva la muerte!». Era la visión murria y doliente que nos daban los curas aquellos años: la vida era un valle de lágrimas, las cruces presidían las aulas entre Franco y José Antonio y también la cabecera de las camas en los dormitorios. Todos andábamos virtualmente crucificados. De ahí el escándalo que provocó en la feligresía que los carmelitas de Sant Elm sustituyeran la cruz del presbiterio por un desnudo y exultante Resucitado, cosa lógica en la que era y sigue siendo parroquia del Salvador.

Pero volvamos a la Semana Santa de aquellos años. Sabíamos, para empezar, que el Domingo de Ramos, aunque fuera festivo en palmas, palmones, ramos de olivo y laurel, nos anunciaba la tormenta que estallaba el Miércoles de Ceniza. Era una jornada propicia para acudir en Dalt Vila al Vía Crucis y al Rosario de la Aurora que, pues despertaba a los vecinos con sus letanías, acabó más de una vez con cubos de agua y evacuación de orinales. El Jueves Santo amanecía con un detalle admonitorio. Los municipales colocaban barreras en uno y otro extremo del Paseo de Vara de Rey para que los vehículos motorizados no incordiaran y un tácito silencio apagaba la vida en las calles que quedaban deshabitadas.

La ciudad permanecía desde aquel momento como amordazada y ensimismada. El silencio era tal que se oía volar una mosca y sólo daban la matraca los monagos que, con sus maderos y pasacalles, sustituían la función de las campanas que tenían, para que no sonaran, sujeto el badajo. Lo preceptivo era hablar en voz baja y los niños teníamos prohibido correr, cantar y gritar. El día que seguía, Jueves Santo, era una festividad de insuperable teatralidad eclesial que venía en rojo en el calendario, confirmando el refrán que a los mayores les gustaba repetir: «Tres días hay en el año que relucen más que el sol, Jueves Santo, Corpus Christi y el Día de la Ascensión».

Misa Crismal

La Misa Crismal catedralicia y matinal tenía poco éxito popular pero en la misa vespertina -la de la Santa Cena- las iglesias conseguían un lleno espectacular porque, sin cines, sin televisiones y con música sacra en cualquier punto que atrapara el dial de la radio, los Santos Oficios eran cosa de ver. Y no importaba el latín que nadie entendía ni que el cura nos diera la espalda porque teníamos imágenes de mucho color, caso del lavatorio de los pies a 12 ancianos del asilo. O aquella costumbre fantasmagórica de ensabanar las imágenes en señal de duelo. Y espectacular era también la misa vespertina porque, cuando moría el hijo de Dios, se apagaban las luces un instante y todos golpeábamos los bancos en una zarabanda que recordaba las tinieblas y truenos que inundaron la tierra en la hora nona, cuando el Hijo de Dios expiró. Después, venía lo de trasladar el Santísimo al ´Monumento´ o Casa Santa que simbolizaba el sepulcro, una forma de túmulo escalonado que se montaba en una capilla y que los feligreses adornaban con macetas y flores en una inevitable competición vecinal que provocaba comentarios como estos: «¡Hay que ver que buena mano tiene fulanita para los geranios!». O «¡Qué barbaridad, ¿te has fijado en el tamaño que menganita consigue con las costillas de Adán?». El ´Monumento´ era una obra de arte luminosa y extremadamente odorífera por los innumerables cirios encendidos y la explosiva floración que el calor amustiaba en un aire viciado y como de clausura que podía marear. Y nunca faltaban els maigs o purgatoris, tiestos con gramíneas crecidas en la oscuridad que daban un tupido plantel de verdes, cerúleos y erectos fideos. Visitar luego las Casas Santas de todas las iglesias, -anar de monuments-, era una obligación que, endomingados y enlutados, todos hacíamos con el mayor recogimiento. Era una forma de velatorio que se hacía para que el supuesto sepulcro no quedara solo ni un instante. Las cofradías organizaban turnos que cubrían incluso la vigilia en lo que conocíamos como adoración nocturna.

El Viernes Santo amanecía como si la vida se hubiera detenido. Acudíamos al Sermón de la Siete Palabras en Sant Elm, que era interminable y tremebundo, y al final podíamos cantar el pangelingua que creó Venantius Fortunatus cuando envió el ´Lignum Crucis´ a la reina Rodegunda. El personal salía del templo atribulado. Seguía la comida en las casas, inevitablemente cuaresmal, con la tradicional verdura, un potaje de hortalizas y legumbres que recordaba los duelos y quebrantos cervantinos. Por la noche acudíamos a la procesión de los capirotes y el sábado se cerraba la Semana Santa, ya en la madrugada, con la solemne Vigilia que arrancaba sin luz en la iglesia. Se encendía y bendecía un fuego en la calle y con él se prendía el gigantesco Cirio Pascual que simbolizaba el Cristo Resucitado. Todas las iglesias lanzaban las campanas al vuelo y nosotros, por fin, podíamos volver a correr, cantar y gritar.