Lucía Calderón Serrano nunca conoció a sus padres biológicos ni, hasta el momento, ha movido un dedo por saber quiénes eran. Para ella, sus verdaderos padres eran sus didos, Catalina Colomar y Joan Torres, que la acogieron poco después de que naciera el 19 de julio de 1955. Eran su familia, como Pepe, Joan y Catalina, los hijos de su nodriza, sus hermanos de leche, sus compañeros de juegos. Lo único que sabe de sus progenitores es que se llamaban Pedro y Nieves. La Casa Provincial de la Maternidad de Barcelona se hizo cargo de ella poco después de que Nieves diera a luz. Muy poco tiempo después, en 1956, esa institución la mandó a Ibiza, donde la esperaban Catalina y Joan.

De su pasado solo conserva tres pistas. Una es un certificado de nacimiento que solicitó en 1973 para la obtención del DNI. Aquel documento le permitió saber los nombres de sus padres. Otra es una carta en la que la Diputación de Barcelona le comunicó el 5 de marzo de 1975 que no recibía «noticia alguna» de su «madre o padres» desde hacía «mucho tiempo». La tercera es la medalla que nada más nacer le colgaron del cuello, como a todos los expósitos.

Lucía conserva esa chapa como oro en paño: «Me la dio mi madre [Catalina]. Me contó que la llevaba desde que era chiquitina, desde que llegué a la isla. ´Guárdala´, me dijo». En el anverso de esa medalla metálica aparecen dos números: uno, bastamente labrado, es el 1.212, el que la Casa de la Maternidad le asignó para identificarla; el otro es el 1955, el correspondiente al año de su nacimiento. A Lluís Álvarez, que también fue acogido por Catalina y Joan 20 años antes, en 1935, se le conocía por el número 1.041. En el reverso de la placa, y tal como detalla Carme Maristan en ´Records d´Eivissa´, un relato autobiográfico, aparece un relieve de la Virgen del Carmen.

No faltan eslabones de esa cadena, que es muy corta (tiene el tamaño justo para el cuello de un niño) y carece de cierre. Su dida se la quitó nada más llegar a la isla (abrió un eslabón) y la guardó, no fuera que se extraviara. Lo mismo hizo cuando le entregaron a Lluís en 1935. Y eso que la Diputación Provincial de Barcelona advertía de que «la nodriza que cortase el cordón de plomo pendiente del cuello del niño» no cobraría el salario asignado por atenderlo. Si la cadena «estuviese en mal estado por su uso» tenía que ser presentada «al señor Juez o al Alcalde» para que «lo acabara de romper por su mano, librando luego certificado de ello».

Como los demás expósitos de Barcelona, Lucía llegó a Ibiza en brazos de Antonia Verdera, que junto a su madre Margarita Adrover Colomar, se encargaba de traer en barco a los huérfanos de la casa de la Maternidad de Barcelona y de repartirlos, a cambio de una paga, a las nodrizas de Eivissa dispuestas a amamantarlos. Catalina Torres, hermana de leche de Lucía, recuerda cómo Antonia le pidió a su madre que se hiciera cargo de la pequeña catalana: «Un día le dijo: ´Sois muy católicos. Así que dad la vida a esta niña. Si no la acogéis, morirá´. Lucía apenas tenía unos meses».

Las visitas a Antonia Verdera

A Lluís Álvarez lo criaron en Can Rei, pero cuando llegó Lucía sus didos ya vivían en Can Tià, en Cala Llonga, casa de su propiedad donde Joan, zahorí que construía norias y producía carbón y alquitrán a la vieja usanza, era agricultor. De vez en cuando Catalina y Joan bajaban a Vila desde Cala Llonga para que Margarita Adrover y Antonia Verdera supervisaran el estado físico de la criatura. Lucía recuerda que Antonia era «una señora corpulenta, vestida de negro» que vivía junto al Mercat Vell, «en una casita chiquitina a la que había que subir por una escalera muy empinada». Se supone que en cada una de esas visitas los didos recibían el salario asignado por el cuidado de la pequeña, que se satisfacía por trimestre vencido y cuya cuantía dependía de la edad de la criatura. Cuanto más pequeña, más dinero. Cada vez que visitaban a Antonia Verdera y a su madre, Catalina les llevaba «huevos, sobrasada», de todo, como el resto de didos: «Todo el mundo les llevaba cosas del campo, de todo. Aquella mujer hizo negocio con todos esos niños de Barcelona. Vivía aquí como una señora», le reprocha Lucía.

Para Lucía, Joan y Catalina se comportaron con ella como verdaderos padres, una tónica en todos los didos ibicencos, que los cuidaban como si fueran sus propios hijos: «Me trataban muy bien. ¡Si es que yo era la más pequeña! Mis tres hermanos me llevaban en palmitas. Yo era el juguetito de Catalina», hermana de leche de Lluís Álvarez.

No supo que sus padres biológicos se llamaban Pedro y Nieves hasta que cumplió 18 años. Con el fin de obtener su carné de identidad solicitó al Registro Civil de Barcelona su partida de nacimiento. «Mis padres naturales no me pidieron nunca [a la Casa de la Maternidad para volver con ellos] ni nunca quisieron verme», lamenta. Periódicamente, Antonia Verdera mandaba fotos de la pequeña a Barcelona: es probable que sus padres las solicitaran para saber de ella, pero lo más seguro es que las requiriera la Diputación de Barcelona para controlar tanto su estado físico como para evitar fraudes.

Por eso apenas ha movido un dedo por conocer quiénes fueron sus progenitores: «A veces he tenido ganas de saber quiénes eran, pero a la vez temía encontrarme con un problema. Nadie me había ayudado, nadie me había pedido, lo dejé pasar».

Pero lo que no consigue borrar de su cabeza es esa pregunta que suele atormentar a muchos niños de ventura: «Siempre me pregunto por qué mis padres no me vinieron a buscar cuando yo era pequeña. ¿Qué pasó? ¿Tuvieron un accidente? Me gustaría saber si tengo alguna hermana o algún hermano. Algo tendré en la vida, digo yo». Se lo tiene que pensar, pero parece decidida a contactar con la Diputación de Barcelona para, a través de su archivo, averiguar sus orígenes, algo que en los últimos dos meses ya han conseguido Lluís Álvarez y otros expósitos que residen en Ibiza: «No sé qué haré, pero por llamar que no quede».