Como sucede con la mayoría de huérfanos de la Casa de la Caritat de Barcelona que fueron acogidos por humildes familias ibicencas, Ramon Gisbert Romero llama madre a su dida, la mujer que lo amamantó siendo un bebé a cambio de una pequeña paga. A sus 80 años de edad, los ojos se le empañan cuando menciona a María Bonet Tur o a su dido, Juan Ribas Ramon, quienes ejercieron de padres y lo adoptaron pese a que ya tenían otros 10 hijos y a que su situación económica era muy precaria.

Como en los casos de Lluís Álvarez, José Agrés o Antonio Sánchez, Gisbert nació a mediados de los años 30 (en su caso en 1935) y, dada su condición de huérfano, la Maternitat de Barcelona lo acogió hasta que lo mandó a Ibiza para que fuera cuidado por una dida. Dos mujeres, Margarita Adrover Colomar (nacida en 1866 en Palma) y su hija, Antonia Verdera (nacida en 1893 en Ibiza), se encargaban de traer aquellos bebés en barco hasta la isla, de distribuirlos entre las mujeres dispuestas a criarlos y, además, de vigilar por que los pequeños fueran bien atendidos.

Antes que a Ramon Gisbert, María Boned ya había criado, en periodos distintos, a otras dos niñas catalanas abandonadas por sus padres. Como sucedía en la mayoría de los casos, cuando cada una de ellas cumplió entre cinco y siete años fueron reclamadas por la Casa de la Caritat de Barcelona, atendida por las monjas de San Vicente de Paúl, de las que había una comunidad en la Marina de Ibiza, junto a la iglesia de Sant Elm. Pero María tenía otros planes para Ramon: «Mi madre decía ´A este no lo voy a entregar, este no vuelve a Barcelona, este se queda conmigo´», relata Gisbert.

Y se quedó. Lo adoptaron, aunque el pequeño mantuvo sus apellidos originales, que nunca quiso cambiar «para evitar líos». Aquella decisión no debió de resultar fácil a la pareja formada por María y Juan, ya que por entonces tenían una decena de hijos y vivían de lo que ganaban como mayorales, lo esencial para subsistir. La pequeña paga que recibían al cuidar a Ramon debía suponer, como en el caso de Soledad Dotres Baró, otra niña procedente de la inclusa barcelonesa, un excelente maná para su precaria economía.

Como mayorales, durante años cambiaron varias veces de vivienda. Cuando le acogieron residían en el cruce de la carretera de Santa Gertrudis con la de Sant Joan, en una casa que se llamaba es Porxos; poco después, en otra situada en el cruce de Sant Joan con Santa Eulària; más tarde en Dalt sa Serra, en Cala Llonga. De niño, Ramon trabajó de payés y de pastor, hasta que a los 17 años (y hasta que se fue a cumplir el servicio militar) lo emplearon como «criado». Más tarde, y durante tres décadas, fue estibador del puerto de Ibiza.

Nunca ha sabido quién era su madre biológica. Las pocas veces que lo intentó averiguar le advirtieron de que era una tarea casi imposible. En una de esas ocasiones incluso perdió la placa de plomo «pequeñita y gorda, atada a un lazo doble» que, numerada, colgó de su cuello cuando fue enviado a Ibiza desde Barcelona. Aunque la conservó hasta hace poco tiempo, ha olvidado qué número tenía grabado. Eso sí, asegura que en el reverso no había una imagen de la Virgen del Carmen que al parecer llevaba en algunos casos, según detalla Carme Maristan en ´Records d´Eivissa´.

Revisión en la Marina

Conoció a Antonia Verdera, la mujer que lo trajo en su regazo desde la inclusa catalana, tanto de niño como de adulto: «De pequeño y acompañado de mi madre, fui varias veces a su casa en la Marina, situada al lado de la iglesia de Sant Elm [Margarita y Antonia vivían en la calle José Verdera, 14, 2º piso]. De vez en cuando bajaba con mi dida a Vila porque las Verdera me querían ver», cuenta. Madre e hija supervisaban periódicamente cómo se encontraban los niños acogidos, de manera que si no eran bien alimentados o cuidados solían devolverlos a Barcelona. También es posible que las dides recibieran sus pagas durante esas visitas, algo que supone Ramon pero que no recuerda.

No ha olvidado, sin embargo, que de mayor su madre le volvió a acompañar a la calle José Verdera con un propósito bien distinto: «Fui a ver a Antonia Verdera cuando me casé. Me dio una dote de 25 duros [125 pesetas]. Ella me dio en persona el dinero. Y era mucho para esa época. Mi madre me había contado que tenía ese derecho». Igual le sucedió a Soledad Dotres, que cuando contrajo matrimonio en 1942 percibió una ayuda «proahijada» de 125 pesetas procedente de la Diputación de Barcelona.

La relación con su dida era tan intensa que cuando falleció su dido, Juan Ribas Ramon, María Boned fue a vivir con él. «Estuvo en mi casa hasta que murió», recuerda emocionado. «Siempre quería estar conmigo».