Con siete años, Soledad Dotres Baró ya sospechaba que era huérfana. Sacó esa conclusión a partir de las conversaciones que oía en la casa en la que había sido acogida. Y lo que escuchaba le daba miedo: hablaban de arrancarla de Ibiza para llevarla a un lugar desconocido. Nacida el 30 de marzo de 1923, fue una de las primeras criaturas que la Diputación de Barcelona envió desde la Maternitat de les Corts y desde la Casa de la Caritat a la isla para que fueran amamantados y criados por dides, nodrizas que les daban el pecho a cambio de una pequeña paga. Ese intercambio comenzó aproximadamente en 1922 y concluyó en 1957. Margarita y Antonia Verdera, madre e hija, se encargaban de traer a los bebés desde Barcelona en el barco correo y de distribuirlos entre las nodrizas ibicencas interesadas en ese «confiamiento».

Soledad tuvo suerte. La fortuna le sonrió desde el momento en que las Verdera la entregaron a Juana Roig Costa, su dida, y a Juan Costa Tur, de Can Puàs, mayorales en ses Cases Noves, una finca de Jesús rica en frutales y regada por el agua extraída de un molino. Cuando la acogieron, Juan y Juana ya tenían tres hijos (y cuatro más que llegarían con el tiempo). Pero Soledad venía con un pan bajo el brazo, una paga trimestral que en el año 1925 ascendía a 135 pesetas, según detalla Sonia Díez en el reportaje ´Los hijos de la inclusa´, publicado en 1999 en Es Diari. «Mi abuela -cuenta Isabel Prieto, hija de Soledad- contaba que gracias a ese dinero que percibían por cuidarla podían conseguir cosas que eran inalcanzables con lo que se ganaba trabajando en el campo».

La Diputación de Barcelona solía reclamar el regreso de los expósitos cuando cumplían entre cinco y siete años, o si no eran bien atendidos. Algunas familias se encariñaban con los críos y lograban adoptarlos, pero no todas lo conseguían. De hecho, los didos de Soledad no lo tuvieron fácil. La intercesión de un cura que era amigo de Juan fue crucial para que la niña siguiera en Ibiza.

Soledad, que a sus 92 años parece un torbellino y ríe a carcajadas con la energía de un adolescente, recuerda que pese a ser adoptada siempre recibió un trato exquisito por parte de Juan y Juana: «Me cuidaban de maravilla. Incluso mejor que a sus hijos. A ellos les daban a veces con el cinturón. A mí jamás, me respetaban».

No sabe nada de su madre, ni su nombre ni su procedencia. Ni se ha molestado en averiguarlo. Dice que por «respeto» a la decisión de su madre de deshacerse de ella. Ni siquiera ha visitado Barcelona: «No he querido. Si te abandonan, para qué buscar», comenta. Desde muy joven optó por no dar vueltas a sus orígenes: «He preferido vivir tranquila y feliz. Si hubiera pensado en todo eso quizás ya me habría muerto». Ni siquiera preguntó a Antonia Verdera si sabía algo de su procedencia, y eso que la veía a menudo por la calle o comiendo en la bodega Grau de la Marina, debajo de donde residía.

Hasta que se casó en 1942 con el sastre Pedro Prieto, Soledad vestía ropas payesas, las que había llevado desde que siendo pequeña pastoreaba por los alrededores de Jesús, por donde triscaba en busca de setas, comía las almendras e higos de sus huertos y vivía feliz. Tuvo más fortuna que aquellos niños (Lluís Álvarez, José Agrés, Antonio Sánchez...) que tras ser devueltos a Barcelona solo se relacionaron con las monjas de San Vicente de Paúl o con payeses que los esclavizaron en sus huertos desde los 14 hasta los 20 años, solo a cambio de techo y comida.