Cada vez que Antonio Sánchez Alonso habla de su madre hay que pedirle que aclare a cuál se refiere, porque así llama tanto a su dida ibicenca (la mujer que lo amamantó en Ibiza poco después de nacer a cambio de una pequeña paga) como a su progenitora. Por ambas siente el mismo cariño. De los cuatro ´ibicencos´ que aún acuden cada jueves a la cafetería del CCCB para reencontrarse con otros huérfanos que fueron acogidos en la Casa de la Caritat es el único que se reconcilió tanto con su madre biológica como con la familia que lo cuidó.

Su vida se torció nueve meses antes de que el 26 de diciembre de 1935 naciera en la Maternitat de les Corts, cuando su madre, de 16 años e hija de unos cartageneros llegados a Barcelona para trabajar en la Línea 1 del metro, fue violada. En la Maternitat recomendaron a la jovencísima Trinidad Sánchez Alonso que les entregara a su hijo durante un tiempo. Mientras ella intentaba rehacer su vida, ellos cuidarían de Antonio. Trinidad lo dejó allí, pero le dio sus apellidos, no como en el caso de ´ibicenco´ José Agrés, del que su madre se desentendió, quién sabe en qué circunstancias dolorosas.

Pero no lo volvió a ver. Unos meses más tarde (Antonio ignora la fecha exacta) Trinidad regresó a la Casa Provincial de la Maternitat i Expòsits de Barcelona con el propósito de recuperarlo, pero ya no estaba allí: «Ni siquiera le dieron razón de adónde me habían llevado. La guerra civil ya había comenzado y alegaban que se habían quemado todos los documentos».

A Can Sardina

En mayo de 1936 Antonia o Margarita Verdera, madre e hija, recogieron a Antonio y se lo llevaron en brazos hasta las Pitiüses en el barco correo, con un lazo en el cuello del que colgaba una chapa con un número en una cara y la imagen de la Virgen del Carmen en el reverso.

Como cada semana, al llegar a Ibiza las Verdera entregaron el bebé (a veces eran dos) a una nodriza que estaba dispuesta a hacerse cargo de él a cambio de unas monedas al mes. Antonio tuvo suerte y fue acogido por Rita Tur Costa y José Tur Costa, que se lo llevaron a Can Sardina, la casa payesa de Santa Agnès donde vivían junto a sus hijas Rita y María (luego tendrían dos más, Catalina y Pepita). De los seis años que permaneció en Can Sardina solo recuerda que jugaba con sus ´hermanas de leche´, «los pollos, cerdos, perros y gatos que pululaban por dentro y fuera de la casa, que era enorme», que vivían de la agricultura y que «no había dinero, sino trueque». Y que era feliz. En cuanto se lo entregaron a Rita, enfermó: «Pero mi madre [la dida] era curandera y me sanó al untarme todo el cuerpo con aceite y cubrirme con una manta».

Su familia ibicenca deseaba adoptarlo, pero algo detenía siempre el proceso. Seis años más tarde, en octubre de 1942, la Diputación de Barcelona lo reclamó sin que Rita y José consiguieran retenerlo. Quien sin saberlo estaba parando su adopción era su madre biológica, que tras perder su rastro en la Maternitat lo reclamó judicialmente. La Guerra Civil, que estalló dos meses después de que Antonio fuera enviado a Eivissa, y un incendio que en esa época destruyó parte de la documentación que se custodiaba en esa inclusa, impidieron a Trinidad seguir la pista de Antonio. Tres años después de concebirlo, y ya casada con Francisco Jiménez, tiró la toalla y se fue a vivir a Tánger, la ciudad (aún internacional) donde trabajaba su marido como encofrador.

Sin padres adoptivos ni naturales, Antonio fue devuelto a Barcelona, donde lo enviaron a Can Tarrida, en el barrio de Horta, una masía convertida en colegio que también gestionaban las monjas de San Vicente de Paúl. Allí estuvo Niero (como le apodaron sus amigos en referencia a sus problemas de dicción, ya superados) hasta que cumplió 10 años, momento en que lo destinaron a la Casa de la Caritat, en la calle Montalegre de Barcelona. Al contrario que José Agrés, dice que guarda un grato recuerdo de ese orfanato, incluso de las religiosas, quizás porque Antonio se caracteriza por ver el lado positivo de cada cosa que vive o hace: «Fui feliz esos cuatro años. Jugaba a la pelota con Lluís Álvarez y Agrés [los dos, huérfanos ´ibicencos´]. Con las monjas me llevaba muy bien. Había una que me mandó a la cocina a pelar patatas. Y desde entonces comía con ellas, no con los niños. Limpiaba las perolas, era pinche... Lo que fuera».

Ante la madre

Dice que, cuando tenía 21 años, un desengaño amoroso le condujo finalmente a su madre. Los padres de la chica lo rechazaron por ser huérfano, así que decidió encontrar a su madre y no volver a pasar por esa «humillación». Movió cielo y tierra hasta que consiguió una información muy precisa tanto en la Maternitat (que había recuperado los documentos originales; lo que se había quemado en la guerra eran las copias) como en los juzgados. Una partida de nacimiento le abrió el camino hasta Trinidad: «En ella aparecían nombres, testigos, direcciones, muchos datos». Así averiguó que su madre volvía a vivir en Barcelona, en la barriada de La Torrasa de l´Hospitalet. Fue hasta allí y le abrió Magdalena, la hermana de su madre. Como no se creía quién era, le tuvo que enseñar el carné de identidad: «Yo sabía de ti. Mi hermana estuvo muchos años buscándote pero nunca supieron decirle dónde estabas», le contó. Trinidad se desmayó en cuanto le vio. Del golpe le tuvieron que coser la cabeza. Fue entonces cuando se enteró de que su madre había sido violada, de que se casó con Francisco a los tres años de depositarlo en la Maternitat, de que tenía un hermanastro de cinco años y de que en 1940, desesperados, dejaron de buscarlo y se marcharon a Tánger.

Pocos años más tarde, y gracias a los datos que le facilitaron en la Maternitat, recuperó también la relación con sus padres ibicencos, a los que el 17 de abril de 1960 envió una carta: «Ustedes, que yo creí siempre que eran mis padres, resulta que son mis didos», les contaba en esa misiva. La frase refleja la confusión en la que debió de vivir durante años y que solo se aclaró cuando dio con el paradero de Trinidad. «Al cabo de unos días estaban llamando a la puerta de mi casa en Mataró», explica Antonio, que asegura que querían volver a adoptarlo y que volvió a vivir con ellos durante un tiempo en Santa Agnès. Su madre y su padrastro viajaron también a Ibiza para conocer a los ibicencos que habían cuidado de su hijo los seis primeros años de su vida. Los cinco se retrataron juntos con Can Sardina al fondo: «Celebramos el encuentro con un gran banquete».

El tintorero poeta

En el barrio de Montbau conocen a Antonio por el sobrenombre del tintorero poeta. Poeta porque no para de escribir. Y tintorero porque fue la profesión que aprendió cuando a los 14 años de edad, en 1950, salió de la Casa de la Caritat: «Un señor de Mataró, Santiago Badía, apareció un día por la inclusa. Buscaba a un joven que quisiera aprender el oficio de tintorero. Me cogió a mí. Lo aprendí, pero no me gustaba y me escapé. Volví a la Casa de la Caritat para que me acogieran de nuevo, pero me dijeron que era imposible, que tenía que continuar en Mataró. Ya no tenía sitio en la Casa de la Caritat. En todo caso me mandarían al Asilo Duran, un reformatorio. Les dije que allí jamás». El asilo Duran tenía muy mala reputación. Incluso se utilizaba como amenaza: ´Si te portas mal te llevaré al Asilo Duran´, advertían los padres a sus hijos descarriados.

Volvió, qué remedio, a Mataró, donde solo le daban ropa, cama y comida. Justo en aquella época, Lluís Álvarez y José Agrés empezaban su calvario en sendas masías de Mataró y de Guardiola de Font-Rubí, años que recuerdan como de pseudo esclavitud.

Quizás al principio no le gustaba ese oficio, pero al final se convirtió en un experto. Con el tiempo fundó hasta siete tintorerías, a las que bautizó con el nombre de Automàtic Sec. Una de ellas, que se encuentra en la calle Armonía 5 de Montbau, lleva abierta desde hace medio siglo. A sus 80 años, Antonio Sánchez aún trabaja: «Hasta que me muera», exclama. Como tenía que cerrar ese negocio, es el último en llegar a la cafetería del CCCB, aunque a tiempo para ir a comer al restaurante Victoria, a un centenar de metros en línea recta. Las gambas de su paella se las cede generosamente (y sin siquiera preguntar si las quiere) a su amigo Lluís Álvarez, con el que compartió tantos juegos en la Casa de la Caritat y con el que hizo la mili en un cuartel de Lleida. Allí utilizaba la taquilla de Lluís para meter el jamón y las sardinas que robaba en la cocina.

Las paredes de su casa en el barrio de Horta están decoradas con numerosas fotos y recuerdos tanto de sus didos y ´hermanas de leche´ como de Trinidad, Francisco y su hermanastro. Hay tantas de unos como de otros. Pero sobre todo hay de Rita y de Trini, quizás porque en su caso sí que madre hay más que una.